Francisco Javier Bernad Morales
La
definición del Cristo[1]
centró el debate teológico en los primeros siglos de la Iglesia. Sucesivos
concilios establecieron con progresiva claridad la doctrina ortodoxa,
conformando de esta manera los principales dogmas de nuestra fe y el marco de
creencias de lo que se ha dado en llamar Gran Iglesia. Este proceso de
clarificación tuvo como consecuencia que en torno a las interpretaciones
desechadas, calificadas como heréticas, se constituyeran nuevas iglesias
separadas del tronco principal. Es muy probable que en la actualidad los
términos de la discusión se nos antojen excesivamente sutiles, accesibles tan
solo a personas con una sólida formación religiosa. Sin embargo, en su momento,
y aunque ciertamente no podamos saber en qué medida eran correctamente
comprendidas las diferentes posiciones, en torno a ellas se formaron
apasionados grupos de seguidores, dispuestos a utilizar cualquier medio,
incluida la fuerza, con tal de imponerse. Las diferencias religiosas se
solapaban, además, con conflictos políticos y la herejía arraigaba en regiones
donde era fuerte la oposición a un poder imperial a menudo visto como opresivo.
La polémica se desarrolló en varios frentes, en cuyo detalle no vamos a entrar
por no alargarnos en exceso. Nos centraremos tan solo en una de esas ramas
desgajadas, que llegó a alcanzar una gran dimensión en extensas regiones de
Asia, antes de casi desaparecer ante la expansión del islam y del budismo. Las
discrepancias surgieron en torno a la utilización del término Theotokos (madre de Dios), referido a María.
Nestorio, patriarca de Antioquía, lo consideró inaceptable, ya que aquella,
argumentaba, solo había sido madre de la naturaleza humana de Jesús, no de la
divina. Para Nestorio[2],
en Cristo existen dos personas, una divina y otra humana. Estas ideas fueron
condenadas en el Concilio de Éfeso (431), pues implicaban que solo la persona
humana había sufrido en la cruz, en tanto que la divina había permanecido
impasible. De hecho, la idea de un Dios sufriente repugnaba a la tradición filosófica
helénica. En la concepción de Nestorio, la muerte de Jesús habría sido, pues,
la de un ser humano, lo que, a juicio de la ortodoxia, la privaba de todo valor
salvífico.
Nestorio
fue depuesto y desterrado. Muchos de sus seguidores, para escapar a la
persecución se refugiaron en el reino lájmida[3],
donde el cristianismo nestoriano llegó a convertirse en religión del Estado; mientras
que otros huyeron al Imperio Sasánida. Desde allí, en los siglos siguientes, el
nestorianismo se propagó hacia la India, Asia Central, Mongolia y China. El
fraile franciscano Guillaume de Rubrouck, que visitó Karakorum en 1254 encontró
a numerosos nestorianos en la corte de Mongka, nieto de Gengis Kan, e incluso
asistió a sus oficios durante la Pascua[4].
Por otra parte, la iglesia siro-malabar,
presente en el estado indio de Kerala, y en comunión con Roma desde el sínodo
de Diamper (1599), es también de origen nestoriano, si bien la tradición remonta su fundación al apóstol Santo Tomás. En la actualidad, la iglesia asiria de
Irak es la principal comunidad nestoriana, aunque está muy debilitada por los
conflictos bélicos y el auge del islamismo.
[1] Me refiero al Cristo como el
Ungido, la traducción griega del término Mesías, sin prejuzgar su naturaleza
divina o humana.
[2] Una buena
y breve exposición de las ideas de Nestorio en http://ec.aciprensa.com/wiki/Nestorio_y_Nestorianismo
(disponible en agosto de 2012).
[3] Los lájmidas eran un pueblo
árabe que formó un reino vasallo del Imperio Sasánida, en tierras
semidesérticas al sudoeste de Mesopotamia.
[4] CROUSSET, René, El imperio de las estepas, Madrid, EDAF,
1991, p. 323.
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