MÈLICH, Joan-Carles, Filosofía de la finitud. Herder, Barcelona, 2002, 12 x 19,8, 183 pp.
Desarrolla
Mèlich en este libro ideas que ya apuntó en La ausencia del testimonio.
El Holocausto —por nuestra cuenta añadiríamos el Gulag, sin creer que
con ello se violente la argumentación— nos coloca ante la experiencia del mal
radical y nos obliga a repensar el ideal ético ilustrado y nuestra propia
concepción del hombre. Éste se nos presenta como un ser finito y contingente,
anclado en el tiempo, obligado a interrogarse sobre el sentido de la vida y
sobre el mal, e incapaz de hallar una respuesta. En una posición declaradamente
antikantiana, Mèlich niega la existencia de una razón pura práctica o de un
bien ontológico, con lo que recuerda lo apuntado por Isaiah Berlin acerca de la
incompatibilidad de los fines humanos —la libertad, la justicia, la
fraternidad— y la imposibilidad de
respuestas últimas para las cuestiones normativas. Para el ser humano, el otro
es la única trascendencia, un otro concreto, individual, con nombres y
apellidos; no, por tanto, la Humanidad, sino el prójimo. La relación es ética
cuando es deferente, cuando hace propia la causa del otro, del que no tiene
poder. Y ¿quién con menos poder que el llamado musulmán, en la jerga de
los campos?, el muerto viviente, el hombre a quien han aniquilado el alma,
aunque su cuerpo aún parezca vivo, un ser incapaz ya de expresarse mediante la
palabra, pero cuyo silencio, del que dan testimonio los relatos de los
supervivientes, es perenne recordatorio del horror. La ética fundamentada en la
experiencia del mal radical, de lo demoníaco —en palabras de Paul Tillich,
citadas por Mèlich, lo demoníaco consiste en algo finito y limitado que ha sido
investido de la magnitud de lo infinito—, formula su imperativo categórico en
la exhortación de Theodor W. Adorno ¡Que Auschwitz no se repita! La tarea fundamental de la educación será
evitar un nuevo Auschwitz.
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