Hace pocos días, alguien, quizá de manera
poco discreta, me preguntó por qué soy católico. Yo lo acababa de afirmar en el
transcurso de una conversación en que dos compañeros habían proclamado su
agnosticismo. La charla discurría por cauces apacibles, pero de alguna manera
el resto de los participantes parecían presuponer que la religión es una
reliquia del pasado, un conjunto de creencias absurdas y rayanas en la
superstición, propias de gentes escasamente preparadas. Confieso que me sentí sorprendido. Entendí que
la persona que se dirigía a mí de manera tan directa, lo hacía porque había
dado por sentado que yo compartía sus posiciones y trataba de encontrar una
explicación para algo que se le antojaba anómalo. No quise o no pude en aquel
momento entrar en profundidades y me limité a contestar que las experiencias,
las lecturas y las meditaciones me habían conducido hacia el catolicismo. Pero
aquello, reconozco que bastante vago, no fue suficiente. Mi interlocutora, el
resto de los presentes ya se había marchado, insistió:
-Seguro que la religión hace que
te sientas mejor interiormente.
-No- hube de contestar-, yo estoy bien cuando mi
conciencia me dice que actúo rectamente. Durante mucho tiempo fui agnóstico y
no considero que entonces me sintiera peor que ahora.
La conversación terminó ahí, pero desde
entonces mi mente ha continuado ocupada en ella. De un lado, tengo claro que la
religión no constituye un sedante, gracias
al cual puedo soportar las agresiones del mundo. Si lo admitiera,
coincidiría con Marx en que “la religión es el suspiro de la criatura oprimida,
el corazón en un mundo sin corazón, el
espíritu en una situación carente de espíritu: la religión es el opio del
pueblo.”[1]
Tampoco me satisfacen mis respuestas. Comencemos por la segunda. Decir que uno
se siente bien cuando obra según los dictados de la conciencia no pasa de ser
una obviedad. Siempre he admirado el valor de Lutero en la Dieta de Worms,
cuando, conminado a retractarse, respondió, a sabiendas de que estaba en juego
su vida: “actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que
Dios me ayude.”[2] Pero,
¿debe ser la conciencia nuestra guía? No podemos excluir que esté pervertida y
nos conduzca hacia el mal. El mismo Lutero, tras su afirmación de rebeldía,
invoca la ayuda divina. Puede que únicamente pida protección contra sus
enemigos, pero me parece más verosímil que lo haga en reconocimiento de sus
limitaciones; que, consciente de que puede estar equivocado, solicite al Señor
que lo ilumine. La conciencia no se reduce a una convicción interior, pues en
ese caso los atroces crímenes del nazismo quedarían justificados. Nada sugiere
que Hitler, Himmler o tantos otros que los secundaron, sintieran que obraban
mal. Al contrario, estaban convencidos de que hacían lo correcto. En este punto
debemos tener presente la advertencia de Benedicto XVI: “La reducción de la
conciencia a la certidumbre subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a
la verdad.”[3] El
relativismo, al negar a la verdad su carácter objetivo, justifica, en
definitiva, todas las acciones, ya que, si no hay un marco universal de
referencia, estas no pueden ser juzgadas más que por el propio sujeto que las
ejecuta. La única exigencia es que estas sean “auténticas”, es decir, expresen
una convicción personal. El hecho de que Eichmann actuara en cumplimiento de lo
que consideraba su obligación y que, por
tanto, no se creyera personalmente responsable, no anula su culpabilidad. En
todo caso, indica que los torturadores y asesinos no eran a menudo psicópatas o
sádicos, sino funcionarios metódicos y eficientes que, tras realizar su
trabajo, quizá matando a niños en las cámaras de gas, podían volver junto a su
familia y, tal vez, de camino, comprar un regalo para sus hijos y luego emocionarse
al abrazarlos. Pero entonces, a qué se refiere Lutero cuando expresa que la
conciencia le impide la retractación. Opino que lo indica con suma claridad
Benedicto XVI al comentar un episodio de la vida del cardenal Newman:
…la conciencia significa
la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto
mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro
entre la interioridad del hombre y la verdad procedente de Dios[4].
Queda por aclarar a qué experiencias,
lecturas y meditaciones me referí de aquella manera tan vaga. Para ello, en
primer lugar expondré lo que a mi juicio separa al agnóstico del creyente.
Piensa el primero que eso que llamamos verdad, aunque hipotéticamente
pudiéramos admitir su existencia, es incognoscible. No niega, como hace el
ateo, a Dios, sino que se limita a expulsarlo del campo de la experiencia
humana, la cual queda así circunscrita a la búsqueda de verdades parciales
asequibles a los métodos de investigación científica. Para el creyente, en
cambio, sí existe una verdad que reviste un carácter absoluto y que, además,
puede ser conocida.
La primera influencia intelectual que
recuerdo al pensar en la adolescencia y la juventud, es la de Bertrand Russell,
cuya obra ¿Por qué no soy cristiano? leí
con quince o dieciséis años. Entonces, en el Bachillerato estudiábamos solo la
filosofía tomista, por lo que esta lectura me hizo sentir una bocanada de aire
fresco, y me apartó para mucho tiempo del catolicismo milagrero, ñoño y amenazador
de los primeros tiempos de colegio, y del nada estimulante para la inteligencia
en los estudios posteriores. He de aclarar que mi padre era declaradamente
hostil a la iglesia Católica y que mi madre, apenas aflojó un poco la presión
social, dejó de asistir a la misa dominical, única ceremonia, salvo las de
carácter marcadamente social, en la que hasta entonces participaba. No
obstante, en casa teníamos una Biblia, en la edición de Bover Cantera, y desde
niño me fascinó su lectura Un gusto que nunca me ha abandonado y al que no
renuncié siquiera en las épocas en que fui un ateo convencido. Russell me llevó
a plantear ciertas preguntas incómodas a mi profesor de Filosofía, un buen
hombre muy poco cualificado para responderlas. Poco después, al compás de los primeros y
titubeantes signos de apertura perceptibles en los últimos momentos de la
dictadura, fue posible la adquisición de libros de Marx y de Engels, sobre los
que me lancé con auténtica avidez. En ellos, sobre todo en Engels, se percibía
una cosmovisión omnicomprensiva capaz de explicar el mundo. En suma, una verdad
en la que no había lugar para la trascendencia. Estaba entonces de moda la interpretación
de Althusser, a menudo mediatizada por las explicaciones de su discípula Marta
Harnecker. Con ellos, el marxismo
comenzó a revelárseme como una escolástica tan agobiante y esterilizadora como
la metafísica aristotélica. De su presión me liberó el descubrimiento de
Trotski. Todo esto ocurrió en un período muy breve, el que discurre entre el
asesinato de Carrero Blanco en 1973, cuando yo tenía dieciséis años, y las
elecciones a Cortes Constituyentes (1977). La necesidad de que la praxis fuera
coherente con la teoría[5]
o, utilizando otros términos, de seguir la voz de la conciencia, me condujo a
un activismo político sobre el que no creo oportuno extenderme ahora y al que
he retornado en diversas ocasiones, sin obtener otra cosa que desengaños
culminados con violentas rupturas.
Trotski me abrió el camino hacia Rosa
Luxemburg, Bujarin y, rotos ya los diques, hacia Kant, cuya Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, me recomendó en la universidad un profesor de Historia de la
Filosofía. Este librito, que, al igual que otras obras de su autor, aún releo
con gusto, tuvo el efecto, como antes el de Bertrand Russell, de mostrarme un
mundo nuevo y liberarme definitivamente de esa verdad que había creído hallar
en el marxismo. Quedé por mucho tiempo
prendido en un agnosticismo que, si bien negaba la posibilidad de conocer el
noúmeno, en definitiva, la verdad; resultaba extremadamente riguroso en lo que
atañe a la ética.
Pero también esta concepción llegó a
resquebrajarse. Aparecieron en ella pequeñas fisuras que yo ni siquiera
alcanzaba a percibir. Mi esposa comenzó a frecuentar la iglesia y a participar
en actividades pastorales y yo, de bastante mala gana, me vi comprometido a
acompañarla en algunas ocasiones. De este modo conocí a un hombre excepcional,
el padre Alfonso Garrido, inteligente y cultivado, amable y generoso, amigo de
la conversación y de los pequeños placeres de la vida, y, sobre todo, bueno.
Nuestra amistad creció lentamente, sin que él en ningún momento, a lo largo de
las innumerables charlas que mantuvimos pretendiera atraerme a sus creencias.
Yo, simplemente sentía que podía comunicarle inquietudes de las que no me
sentía capaz de hablar a ningún otro. Crecía en paralelo, mi admiración por
Juan Pablo II, un papa que como pocos ha sabido encarnar la misión profética de
la Iglesia. El catolicismo se presentaba así ante mí con un rostro que hasta
entonces yo no había conocido, De esta manera superaba recelos y surgía una
corriente de simpatía, pero aún estaba lejano el paso definitivo. Este vino a
consecuencia de la lectura de supervivientes de la Shoá: Primo Levi, Imre Kertész, Viktor Frankl y Victor Klemperer,
entre otros; y también de los testimonios del horror soviético: Soljenitsin,
Evguenia Ginzburg, Vasili Grossman o Vasili Aksiónov. Pero si he de señalar un
momento decisivo, he de referirme a una noche en que, ya dormidas mi esposa y
mi hija, leía, capturado por unas páginas que me horrorizaban, pero que no
podía abandonar, Más allá de la culpa y
la expiación. En este libro, Jean Améry nos confronta como nadie lo ha
hecho con la presencia del mal. Se niega a admitir que ha sido una víctima del
totalitarismo, pues este es una abstracción. A él lo ha torturado hasta
causarle un dolor insoportable el teniente Praust. Un ser como todos los otros
con rostro. En suma, como diría Levinas, el prójimo:
…rostros comunes.
Rostros del montón. Y el conocimiento espantoso de una fase posterior, que de
nuevo destruye toda representación abstracta, nos pone de manifiesto como los
rostros del montón se transforman finalmente en rostros de Gestapo y cómo el mal se sobrepone y supera la banalidad[6].
Rechaza Améry la interpretación de Hannah
Arendt, con el argumento de que esta conocía al enemigo solo de oídas y no
había padecido en su carne el horror. Continué leyendo hasta que de repente
comprendí que ese era mi caso y noté como desde dentro me crecía una sensación
que nunca antes había experimentado. Dejé el libro sobre la mesa y me tendí
boca abajo en el suelo, presa de un llanto irrefrenable. Mi alma se rebelaba
contra el lúcido dictamen de Améry.
En el torturado se
acumula el terror de haber experimentado al prójimo como enemigo: sobre esta
base nadie puede otear un mundo donde reine el principio de la esperanza[7].
No sé el tiempo que transcurrió así, pero
poco a poco, una plegaria comenzó a vencer al desconsuelo. Recé y recé como
jamás lo he hecho y mi espíritu recuperó lentamente la tranquilidad. De alguna
manera que no soy capaz de describir, sentí un enorme vértigo aliviado luego
por la convicción de que, por grandes que sean nuestros padecimientos, el mal
nunca vencerá al bien, y de que, pese a las apariencias, solo este tiene
auténtica existencia. Él es la verdad.
A la mañana siguiente escribí a Alfonso,
entonces destinado en el Estudio Teológico Agustiniano de Valladolid, para
comunicarle mi propósito de retornar a la iglesia Católica y solicitar su
orientación en el proceso.
[1] MARX, Karl, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel
[2] FEBVRE, L. Martín Lutero, Madrid, FCE, 1975. p. 169
[3]
RATZINGER, Joseph, Ser cristiano en la
era neopagana, Madrid, Encuentro, 1995, p. 37.
[5] La filosofía de Marx es praxis,
tal como este señala con toda claridad en la XI Tesis sobre Feuerbach: “Los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de
lo que se trata es de transformarlo”. MARX, K. y ENGELS, F. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos
filosóficos, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 12.
[6] AMÉRY, Jean, Más allá de la culpa y la expiación,
Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 87.
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