Una vez más, como siempre, la
belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una belleza que es esplendor de
la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño, para que
podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone
confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta,
que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto
a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.
Nuevamente me llega al corazón
esa palabra del evangelista, dicha casi
de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge inevitablemente
la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría
lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente
casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al
establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe:
«Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran
cuestión moral de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los
refugiados, los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un
puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y
espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se
comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos
movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo,
menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca
parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión
va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento?
La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo,
él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento,
debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea considerado serio,
el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea
superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros
sentimientos y deseos. Nosotros nos
queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se
pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras
intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya
no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los
otros, para los niños, los pobres, los extranjeros. A partir de la sencilla
palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo
necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación
de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto
(nous); habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a
nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta
las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor para
que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él llama, de
manera callada pero insistente a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer.
Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él. Y para que, de
este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de los cuales se
dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados, los
marginados y los pobres de este mundo.
En el relato de la Navidad hay
también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el
himno de alabanza que los ángeles entonan después de mensaje sobre el Salvador
recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en
quienes él se complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la
verdad y del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia.
Los ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar simplemente la alegría de
percibir la gloria de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que los inunda.
En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del
cielo. En ellas no se supone ninguna pregunta sobre el porqué, aparece
simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad que proviene de advertir
el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos dejarnos embargar
de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura.
Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta
noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y
los pastores.
Con la gloria de Dios en las alturas, se
relaciona la paz en la tierra a los hombres.
Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega,
tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas
sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la
causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes
a la humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el
monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia,
puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la
única verdad. Es cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como
pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una religión puede
enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre
piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su
propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado.
Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es
verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios
se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es
la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero,
el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre
que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros de violencia
arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo
hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios
brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido,
conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su situación,
su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho hombre,
como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios
con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de todos estos siglos, no se
han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la religión, sino que la fe
en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado siempre de nuevo fuerzas de
reconciliación y de bondad. En la oscuridad del pecado y de la violencia, esta
fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad que sigue brillando.
Así pues, Cristo es nuestra paz,
y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef 2,14.17). Cómo
dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a
los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen
arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas
para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el deber aplicar la violencia
en tu y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te
complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz. Apenas se
alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros: Vamos, pasemos allá,
a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros (cf. Lc 2,15).
Los pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista
(cf. 2,16). Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un pesebre a este niño,
que el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran
alegría, a la que el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les
daba alas. Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia.
Trans-eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a
dar el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros
hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material
para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha
venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de superar
nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente en
el momento en el que él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras
manos y en nuestro corazón. Vayamos allá, a Belén. Con estas palabras que nos
decimos unos a otros, al igual que los pastores, no debemos pensar sólo en la
gran travesía hacia el Dios vivo, sino también en la ciudad concreta de Belén,
en todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta
hora por quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz.
Oremos para que israelíes y palestinos puedan llevar una vida en la paz del
único Dios y en libertad. Pidamos también por los países circunstantes, por el
Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente, de modo que en ellos se asiente la
paz. Que los cristianos en aquellos países donde ha tenido origen nuestra fe
puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes construyan juntos sus
países en la paz de Dios. Los pastores se apresuraron. Les movía una santa
curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros que nos
apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades
urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin
embargo, él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa
realmente. ¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos llevar por la
curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que Dios nos ha dicho? Pidámosle que
la santa curiosidad y la santa alegría de los pastores nos inciten también hoy
a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a Belén; hacia el Señor que
también hoy viene de nuevo entre nosotros. Amén.
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