05 diciembre 2012

Donde ya no hay motivo por el que valga la pena morir, tampoco la vida vale la pena

Recogemos una reflexión de Benedicto XVI, en los tiempos en que aún era cardenal, sobre el sentido del dolor. El texto evoca de manera inmediata la figura de Juan Pablo II en sus últimos años, cuando su otrora vigoroso cuerpo se hallaba aquejado por multitud de achaques que él, lejos de ocultar, exhibía en unas apariciones públicas en las que nos recordaba, frente al adormecimiento producido por el ambiente hedonista en que nos desenvolvemos, la existencia del sufrimiento. Su mera presencia bastaba para mostrarnos esa verdad que jamás queremos oír. La que susurraba un esclavo al oído del general vencedor durante los desfiles triunfales de la antigua Roma: Memento mori (recuerda que has de morir). 

Una visión del mundo que no pueda dar un sentido al dolor, y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Ella fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor solo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente, es necesario hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe, y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos convierte en adultos. En la comunión con Cristo el dolor llega a adquirir su significado pleno, no solo para mí mismo, como proceso de la ablatio en el que Dios retira de mí las escorias que oscurecen su imagen, sino también más allá de mí mismo: él es útil para todo, de manera que todos podamos decir con San Pablo: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Thomas Becket, que […] nos ha guiado en la reflexión de estos días, nos alienta ahora a dar un último paso. La vida más allá de nuestra existencia biológica. Donde ya no hay motivo por el que valga la pena morir, tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la mirada y nos ha hecho el corazón más grande, he aquí que adquiere toda su fuerza de iluminación otra frase de San Pablo: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos (Rm 14, 7-8). Cuanto más estemos radicados en la “compañía” con Jesucristo y con todos aquellos que pertenecen a Él, tanto más nuestra vida será sostenida por la confianza irradiante, a la que una vez más alude San Pablo: “Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Ro 8, 38-39). 

RATZINGER, Joseph, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid, Encuentro, 1995, p. 27.

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