Aunque
en cuestiones gnoseológicas, Cicerón se atuvo al escepticismo de la Academia
Nueva, en materia ética se proclamó seguidor de los estoicos, en particular de
Panecio, cuyo tratado, igualmente titulado De
officiis, reinterpreta y adapta a la tradición romana. Consciente de que
podría reprochársele inconsecuencia por defender de un lado la inexistencia de la verdad
absoluta y de otro atreverse a formular preceptos morales, responde que, frente
a la presunción de aquellos filósofos que afirman la certeza de esto o aquello,
los académicos se mantienen en el ámbito de las probabilidades (II, 2). Al
margen de que el argumento pueda parecer poco convincente, podemos ver en él un
lejano precedente de la diferencia establecida por Kant entre la razón pura,
vuelta hacia el mundo fenoménico, y la razón práctica, cuyo ámbito de acción es
la moral.
Según
afirma, la honestidad es el principio que debe regir todos los actos humanos.
Al indagar sobre ella, establece que se alimenta de cuatro fuentes: la búsqueda
de la verdad, la justicia, la firmeza de espíritu y la medida en las acciones. De ellas, la primera tiene por objeto el
hallazgo de lo verdadero y las tres restantes la conservación de lo necesario
para la vida y la sociedad humana (I, 5). Más adelante, divide la segunda, en
su opinión la más fecunda, en dos ramas, la justicia propiamente dicha, que impone
el deber de no hacer daño a nadie, a
menos que este se cause para rechazar una agresión, y la beneficencia o
generosidad, que establece la manera en que han de usarse los bienes comunes y
los privados.
A
continuación, se entrega a un análisis casuístico para discernir los casos en
que la justicia puede obligar a infringir los principios de la lealtad y de la
sinceridad, que constituyen su fundamento. Así, entre diversos ejemplos pone el
caso de alguien que se ha comprometido a defender a otro en un juicio, pero de
camino al tribunal recibe la noticia de que su hijo ha caído gravemente enfermo
y corre de vuelta a casa. Obviamente, su cliente cometería una injusticia si le
reprochara haberle abandonado. También señala que pueden cometerse injusticias
tanto por atenerse al tenor literal de la ley, como por interpretar esta de
manera artificiosamente sutil. No basta, empero, con no hacer mal a nadie de
forma activa, pues tampoco se comportan con justicia quienes, por estar
absorbidos por sus intereses privados o incluso por amor al estudio, rehúyen
participar en los asuntos públicos, ya que no contribuyen con su capacidad al
bien de la sociedad. Se trata de una posición radicalmente opuesta a la que
tiempo después mantendrá Séneca en los últimos años de su vida, aunque
posiblemente el desacuerdo se deba exclusivamente a las diferentes
circunstancias en que ambos escribieron. Cicerón un unos momentos en que,
aunque agonizantes, todavía se mantienen las instituciones republicanas, y
Séneca en un tiempo en que estas han perdido todo contenido y en que él mismo
está desengañado tras haber perdido toda influencia sobre Nerón.
En
cuanto a la generosidad, al ejercitarla es preciso tener en cuenta ciertos
principios. En primer lugar, es necesario que nos aseguremos de que no
causaremos un perjuicio a quien deseamos favorecer o a otras personas, también debemos
considerar que no debe superar nuestras posibilidades y, por último, hemos de
atender a los méritos del beneficiario. Tomadas estas precauciones, constituye un deber inexcusable socorrer a
quien más necesita de nuestra ayuda y no, como hacen muchos, a aquel que en el futuro
podría favorecernos (I, 15).
No hay comentarios:
Publicar un comentario