12 mayo 2013

El paganismo en el Imperio Romano (1)

Francisco Javier Bernad Morales

El cristianismo surge como una secta judía más, pero, a diferencia del resto, pronto comienza a difundirse entre los gentiles. Ya anteriormente me he ocupado de las tensiones que la incorporación de estos crea en el núcleo primitivo de discípulos, tal como aparecen recogidas en los Hechos de los Apóstoles y en las epístolas de Pablo; ahora intentaré aproximarme a las creencias y prácticas paganas, con la finalidad de arrojar algo de luz sobre los motivos que pudieron empujar a tantas personas a abandonar a los dioses de sus antepasados, para adorar al único Señor.

El paso del politeísmo pagano al monoteísmo no conlleva una simple reducción en el número de dioses, sino que implica una transformación radical de la manera en que el ser humano concibe tanto a la divinidad como a sí mismo y, por ende, de las relaciones entre ambos. Para los paganos, la naturaleza está animada por infinidad de espíritus: árboles y manantiales son el hogar de dríadas, oréadas y náyades; por los bosques vagan Sileno y los sátiros, junto al resto del séquito de Dionisos. Sobre ellos reinan dioses más poderosos, los Olímpicos, presididos por Zeus. Unos y otros se comportan de manera caprichosa y deben ser propiciados mediante sacrificios. A todos se los concibe además de una manera antropomórfica. No solo con el aspecto, sino también con las pasiones de los seres humanos. Nos hallamos, en suma, ante una concepción inmanentista de la divinidad, pues no hay separación entre esta y el mundo. No existe, en cuanto tal, lo sobrenatural, pues los espíritus forman parte de la naturaleza. La dríada perecerá cuando lo haga el roble al que está vinculada y los mismos Olímpicos pueden ser heridos incluso por mortales[1]. Es más, han alcanzado el poder tras someter a divinidades más antiguas, lo que abre la puerta a que ellos a su vez puedan ser derrotados. Son más poderosos que los humanos, pero su existencia, al igual que la de estos, acontece en el espacio y en el tiempo. En último término, como todo inmanentismo, el paganismo es panteísta, por lo que le resulta extraña la idea de creación. El universo es eterno y todo cuanto existe está impregnado por hálitos divinos. Los dioses muestran su voluntad mediante señales y prodigios. Augures y arúspices se esfuerzan por desentrañarla examinando las vísceras de los animales sacrificados o el vuelo de las aves. Se espera también que los oráculos la revelen. No faltan hechiceros que intentan poner las fuerzas divinas a su servicio, mediante fórmulas mágicas.

El culto se manifestaba en dos vertientes, la familiar y la pública. En la primera, se dedicaba a los dioses familiares y del hogar, los manes, lares y penates, en tanto que la segunda se dirigía a las grandes divinidades, garantes de la permanencia de la comunidad política. Entre estas, a partir de Augusto, adquiere singular importancia el propio emperador, divinizado tras su muerte.  En torno a él se desarrolla una amplia actividad propagandística que utiliza como recursos monedas, estatuas, templos, festivales o escritos. Se expresa en ellos una ideología en que el emperador, destinado a la divinidad, aparece como el benefactor del pueblo, al que ha traído una gloriosa época de paz y de prosperidad, una nueva edad de oro[2]. Este paganismo tiene un carácter exclusivamente social, orientado a la cohesión de la familia y del Imperio. Con toda probabilidad, esta religión política sería predominantemente urbana, en tanto que en las zonas rurales, desconectadas de los grandes focos de romanización o helenización, el paganismo permanecería asociado al temor reverencial a las fuerzas de la naturaleza y se manifestaría en ritos de fecundidad. No se trataría, en ningún modo de religiones diferentes, sino del grado en que se manifiestan unos u otros elementos, dentro de un mismo complejo de creencias y de prácticas. En cualquier caso, no hay lugar para una relación personal con la divinidad ni para ningún tipo de esperanza escatológica.




[1] En el canto V de la Ilíada, Diómedes hiere a Afrodita (V, 338-340) y a Ares (V, 859-862)
[2] ÁLVAREZ CINEIRA, David, Pablo y el Imperio Romano, Sígueme, Salamanca, 2009, p. 26-31.

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