El
cristianismo surge como una secta judía más, pero, a diferencia del resto,
pronto comienza a difundirse entre los gentiles. Ya anteriormente me he ocupado
de las tensiones que la incorporación de estos crea en el núcleo primitivo de
discípulos, tal como aparecen recogidas en los Hechos de los Apóstoles y en las epístolas de Pablo; ahora
intentaré aproximarme a las creencias y prácticas paganas, con la finalidad de
arrojar algo de luz sobre los motivos que pudieron empujar a tantas personas a
abandonar a los dioses de sus antepasados, para adorar al único Señor.
El paso
del politeísmo pagano al monoteísmo no conlleva una simple reducción en el
número de dioses, sino que implica una transformación radical de la manera en
que el ser humano concibe tanto a la divinidad como a sí mismo y, por ende, de
las relaciones entre ambos. Para los paganos, la naturaleza está animada por
infinidad de espíritus: árboles y manantiales son el hogar de dríadas, oréadas
y náyades; por los bosques vagan Sileno y los sátiros, junto al resto del
séquito de Dionisos. Sobre ellos reinan dioses más poderosos, los Olímpicos,
presididos por Zeus. Unos y otros se comportan de manera caprichosa y deben ser
propiciados mediante sacrificios. A todos se los concibe además de una manera
antropomórfica. No solo con el aspecto, sino también con las pasiones de los
seres humanos. Nos hallamos, en suma, ante una concepción inmanentista de la
divinidad, pues no hay separación entre esta y el mundo. No existe, en cuanto
tal, lo sobrenatural, pues los espíritus forman parte de la naturaleza. La
dríada perecerá cuando lo haga el roble al que está vinculada y los mismos
Olímpicos pueden ser heridos incluso por mortales[1].
Es más, han alcanzado el poder tras someter a divinidades más antiguas, lo que
abre la puerta a que ellos a su vez puedan ser derrotados. Son más poderosos
que los humanos, pero su existencia, al igual que la de estos, acontece en el
espacio y en el tiempo. En último término, como todo inmanentismo, el paganismo
es panteísta, por lo que le resulta extraña la idea de creación. El universo es
eterno y todo cuanto existe está impregnado por hálitos divinos. Los dioses muestran
su voluntad mediante señales y prodigios. Augures y arúspices se esfuerzan por
desentrañarla examinando las vísceras de los animales sacrificados o el vuelo
de las aves. Se espera también que los oráculos la revelen. No faltan hechiceros
que intentan poner las fuerzas divinas a su servicio, mediante fórmulas
mágicas.
El
culto se manifestaba en dos vertientes, la familiar y la pública. En la
primera, se dedicaba a los dioses familiares y del hogar, los manes, lares y
penates, en tanto que la segunda se dirigía a las grandes divinidades, garantes
de la permanencia de la comunidad política. Entre estas, a partir de Augusto,
adquiere singular importancia el propio emperador, divinizado tras su
muerte. En torno a él se desarrolla una
amplia actividad propagandística que utiliza como recursos monedas, estatuas,
templos, festivales o escritos. Se expresa en ellos una ideología en que el
emperador, destinado a la divinidad, aparece como el benefactor del pueblo, al
que ha traído una gloriosa época de paz y de prosperidad, una nueva edad de oro[2].
Este paganismo tiene un carácter exclusivamente social, orientado a la cohesión
de la familia y del Imperio. Con toda probabilidad, esta religión política
sería predominantemente urbana, en tanto que en las zonas rurales, desconectadas
de los grandes focos de romanización o helenización, el paganismo permanecería
asociado al temor reverencial a las fuerzas de la naturaleza y se manifestaría
en ritos de fecundidad. No se trataría, en ningún modo de religiones
diferentes, sino del grado en que se manifiestan unos u otros elementos, dentro
de un mismo complejo de creencias y de prácticas. En cualquier caso, no hay lugar
para una relación personal con la divinidad ni para ningún tipo de esperanza
escatológica.
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