18 noviembre 2012

La legitimación social de la pobreza

Francisco Javier Bernad Morales

MORELL, Antonio, La legitimación social de la pobreza. Anthropos, Barcelona, 2002, 20 x 13, 286 pp. 

El tiempo transcurrido desde su publicación no ha hecho que este libro pierda actualidad. Mas bien, las circunstancias económicas mandan, ha currido lo contrario. Reflexiona en él Antonio Morell sobre la forma en que la concepción de la pobreza ha evolucionado a lo largo de los últimos siglos en las sociedades occidentales. El paso de una sociedad concebida orgánicamente en la que cada cual por nacimiento pertenecía a un determinado grupo y tenía, por tanto, determinadas obligaciones y derechos, y en la que los lazos personales de fidelidad y dependencia eran el elemento fundamental de cohesión, a la actual sociedad  conformada —hablamos en el plano de la ideología— por individuos iguales entre sí, ha sido un proceso largo y doloroso, en cuyo transcurso se han modificado radicalmente no sólo las relaciones sociales, sino también las ideas que sobre ellas nos forjamos. Así, la pobreza, nos muestra Morell, deja de ser vivida como expresión de un orden eterno, en que la miseria de los humildes es una apelación a la conciencia de los poderosos, obligados a aliviarla, so pena de perder el alma, para ser entendida como una presencia ominosa y desestabilizadora. Así, durante el siglo XVI, en una Inglaterra en que los cercamientos de tierras y los cambios en los sistemas de explotación agraria expulsan del campo a grandes contingentes de población, se promulgan las primeras leyes de pobres. Sin entrar en detalles, por otro lado muy bien analizados en el libro, baste decir que la asistencia a los pobres, hasta entonces exclusivamente en manos de la Iglesia y financiada gracias a los donativos de los fieles, comienza a ser regulada por el Estado. El desarrollo industrial introducirá posteriormente amplios cambios en una legislación que, si en un primer momento se había orientado a evitar el vagabundeo, ligando las ayudas a la permanencia en el lugar de origen, dará ahora paso a medidas liberalizadoras que facilitarán el éxodo de los campesinos empobrecidos a los nuevos centros fabriles. En paralelo, se produce una dignificación del trabajo, que acabará por trazar una nueva división que segregará a los obreros, pronto encuadrados en organizaciones sindicales y políticas, de la masa de marginados que no pueden acceder al mercado laboral. Analiza Morell la contribución de los economistas y filósofos liberales ingleses al estudio de los problemas derivados de la industrialización, así como las respuestas —siempre menos individualistas que las británicas— dadas en Francia. Se centra, por último, en el desarrollo del Estado del bienestar, inspirado en las políticas keynesianas, y en los ataques que contra él han lanzado los ideólogos neoliberales, para quienes una protección social que juzgan excesiva no ha hecho sino agravar los males que pretendía remediar. Toma en este caso el autor claramente partido por la posición socialdemócrata, a favor de una redistribución de la renta —esto es, del excedente generado en el proceso de producción— a fin de asistir a los necesitados.

Quizá sea este el momento de preguntarnos si no nos hallaremos ante una nueva situación, en que la reaparición de la pobreza, a una escala hace tiempo desconocida en nuestras sociedades occidentales, nos fuerza a profundizar en el análisis de sus causas. Hemos de ser conscientes de que el aumento del paro y el empobrecimiento de las clases medias, no son fenómenos estadísticos, sino que tras ellos alientan multitud de dramas humanos. Una honda insatisfacción, teñida a menudo de angustia y de desesperanza, se extiende entre un número creciente de personas para quienes el futuro se muestra cada día más incierto. En circunstancias así, la responsabilidad de los políticos es enorme. El terreno se encuentra abonado para que fructifiquen propuestas populistas de cariz xenófobo y totalitario, tal como ocurre en Grecia con Amanecer Dorado. El camino de la recuperación será lento y doloroso, pero debemos evitar que quienes señalan culpables y proponen soluciones sencillas, nos desvíen de él y nos precipiten al abismo. Por otro lado, la salida de la crisis no debe consistir tan solo en una vuelta al crecimiento económico. Tiene que ir acompañada de un rearme moral de la sociedad, que nos haga menos vulnerables a la tentación del enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, más exigentes con la honorabilidad de los políticos, y, sobre todo, menos indiferentes hacia la suerte de los demás.


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