MORELL, Antonio, La
legitimación social de la pobreza.
Anthropos, Barcelona, 2002, 20 x
13, 286 pp.
El tiempo
transcurrido desde su publicación no ha hecho que este libro pierda actualidad.
Mas bien, las circunstancias económicas mandan, ha currido lo contrario. Reflexiona
en él Antonio Morell sobre la forma en que la concepción de la pobreza ha
evolucionado a lo largo de los últimos siglos en las sociedades occidentales.
El paso de una sociedad concebida orgánicamente en la que cada cual por
nacimiento pertenecía a un determinado grupo y tenía, por tanto, determinadas
obligaciones y derechos, y en la que los lazos personales de fidelidad y
dependencia eran el elemento fundamental de cohesión, a la actual sociedad conformada —hablamos en el plano de la
ideología— por individuos iguales entre sí, ha sido un proceso largo y doloroso,
en cuyo transcurso se han modificado radicalmente no sólo las relaciones
sociales, sino también las ideas que sobre ellas nos forjamos. Así, la pobreza,
nos muestra Morell, deja de ser vivida como expresión de un orden eterno, en
que la miseria de los humildes es una apelación a la conciencia de los
poderosos, obligados a aliviarla, so pena de perder el alma, para ser entendida
como una presencia ominosa y desestabilizadora. Así, durante el siglo XVI, en
una Inglaterra en que los cercamientos de tierras y los cambios en los sistemas
de explotación agraria expulsan del campo a grandes contingentes de población,
se promulgan las primeras leyes de pobres. Sin entrar en detalles, por otro
lado muy bien analizados en el libro, baste decir que la asistencia a los
pobres, hasta entonces exclusivamente en manos de la Iglesia y financiada
gracias a los donativos de los fieles, comienza a ser regulada por el Estado.
El desarrollo industrial introducirá posteriormente amplios cambios en una
legislación que, si en un primer momento se había orientado a evitar el
vagabundeo, ligando las ayudas a la permanencia en el lugar de origen, dará
ahora paso a medidas liberalizadoras que facilitarán el éxodo de los campesinos
empobrecidos a los nuevos centros fabriles. En paralelo, se produce una
dignificación del trabajo, que acabará por trazar una nueva división que
segregará a los obreros, pronto encuadrados en organizaciones sindicales y
políticas, de la masa de marginados que no pueden acceder al mercado laboral. Analiza
Morell la contribución de los economistas y filósofos liberales ingleses al
estudio de los problemas derivados de la industrialización, así como las respuestas
—siempre menos individualistas que las británicas— dadas en Francia. Se centra,
por último, en el desarrollo del Estado del bienestar, inspirado en las políticas
keynesianas, y en los ataques que contra él han lanzado los ideólogos
neoliberales, para quienes una protección social que juzgan excesiva no ha
hecho sino agravar los males que pretendía remediar. Toma en este caso el autor
claramente partido por la posición socialdemócrata, a favor de una
redistribución de la renta —esto es, del excedente generado en el proceso de
producción— a fin de asistir a los necesitados.
Quizá sea este
el momento de preguntarnos si no nos hallaremos ante una nueva situación, en
que la reaparición de la pobreza, a una escala hace tiempo desconocida en
nuestras sociedades occidentales, nos fuerza a profundizar en el análisis de
sus causas. Hemos de ser conscientes de que el aumento del paro y el
empobrecimiento de las clases medias, no son fenómenos estadísticos, sino que
tras ellos alientan multitud de dramas humanos. Una honda insatisfacción,
teñida a menudo de angustia y de desesperanza, se extiende entre un número
creciente de personas para quienes el futuro se muestra cada día más incierto.
En circunstancias así, la responsabilidad de los políticos es enorme. El
terreno se encuentra abonado para que fructifiquen propuestas populistas de
cariz xenófobo y totalitario, tal como ocurre en Grecia con Amanecer Dorado. El
camino de la recuperación será lento y doloroso, pero debemos evitar que
quienes señalan culpables y proponen soluciones sencillas, nos desvíen de él y
nos precipiten al abismo. Por otro lado, la salida de la crisis no debe
consistir tan solo en una vuelta al crecimiento económico. Tiene que ir acompañada
de un rearme moral de la sociedad, que nos haga menos vulnerables a la
tentación del enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, más exigentes con la
honorabilidad de los políticos, y, sobre todo, menos indiferentes hacia la
suerte de los demás.
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