Papa Francisco
Catequesis de los miércoles, 27/11/13
Queridos hermanos y
hermanas,
¡Felicidades porque son valientes, con el frío que hace en
la plaza, son verdaderamente valientes!
Deseo llevar a término
las catequesis sobre el Credo, desarrolladas durante el Año de la Fe, que
concluyó el domingo pasado. En esta catequesis y en la próxima quisiera
considerar el tema de la resurrección de la carne, deteniéndome en dos aspectos
tal y como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica, es decir,
nuestro morir y resucitar en Jesucristo. Hoy me detengo en el primer aspecto,
el “morir en Cristo”.
1. Hay una forma equivocada de mirar la muerte. La muerte nos afecta a todos y
nos interroga de modo profundo, especialmente cuando nos toca de cerca, o
cuando afecta a los pequeños, a los indefensos de una forma que nos resulta
“escandalosa”. Siempre me ha afectado la pregunta: ¿por qué sufren los niños?,
¿por qué mueren los niños? Si se entiende como el final de todo, la muerte
asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que rompe todo sueño, toda
perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe todo camino. Esto sucede
cuando consideramos nuestra vida como un tiempo encerrado entre dos polos: el
nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la
vida presente; cuando se vive como si Dios no existiera. Esta concepción de la
muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un
encontrarse casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero existe
también un ateísmo práctico, que es un vivir sólo para los propios intereses y
las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión errónea de la muerte,
no tenemos otra opción que la de ocultar la muerte, negarla, o de banalizarla,
para que no nos de miedo.
2. Pero a esta falsa solución se rebela el corazón del hombre, su deseo de
infinito, su nostalgia de la eternidad. Y entonces, ¿cuál es el sentido
cristiano de la muerte? Si miramos a los momentos más dolorosos de nuestra
vida, cuando perdemos a una persona querida -los padres, un hermano, una
hermana, un esposo, un hijo, un amigo– nos damos cuenta que, incluso en el
drama de la pérdida, doloridos por la separación, surge del corazón la convicción
de que no puede haber acabado todo, que el bien dado y recibido no ha sido
inútil. Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra
vida no termina con la muerte. ¡Esto es verdad! ¡Nuestra vida no termina con la
muerte!
Esta sed de vida ha encontrado su respuesta real y confiable en la resurrección
de Jesucristo. La resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida
después de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte
de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos
capaces de afrontar con esperanza y serenidad también el paso de la muerte. La
Iglesia de hecho reza: “Si bien nos entristece la certidumbre de tener que
morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura”. Una bonita oración
de la Iglesia, esta. Una persona tiende a morir como ha vivido. Si mi vida ha
sido un camino con el Señor, de confianza en su inmensa misericordia, estaré
preparado para aceptar el momento último de mi existencia terrena como el definitivo
abandono confiado en sus manos acogedoras, en la esperanza de contemplar cara a
cara su rostro. Y esto es lo más bello que puede sucedernos, contemplar cara a
cara el rostro maravilloso del Señor, verlo a él, tan hermoso, lleno de luz,
lleno de amor, lleno de ternura. Nosotros vamos hacia allí, a encontrarnos con
el Señor.
3. En este horizonte se comprende la invitación de Jesús de estar siempre
preparados, vigilantes, sabiendo que la vida en este mundo se nos ha dado para
prepararnos a la otra vida, con el Padre celeste. Y para esto hay siempre una
vía segura: prepararse bien a la muerte, estando cerca de Jesús. ¿Y cómo
estamos cerca de Jesús? Con la oración, en los sacramentos y también en la
práctica de la caridad. Recordemos que Él está presente en los más débiles y
necesitados. Él mismo se identificó con ellos, en la famosa parábola del juicio
final, cuando dice: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber, era extranjero y me acogisteis, desnudo y me vestisteis, enfermo y me
visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme. Todo lo que hicisteis con
estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt25,35-36.40). Por tanto,
un camino seguro es recuperar el sentido de la caridad cristiana y de la
compartición fraterna, curar las heridas corporales y espirituales de nuestro
prójimo. La solidaridad en compartir el dolor e infundir esperanza es premisa y
condición para recibir en herencia el Reino preparado para nosotros.
Quien practica la misericordia no teme a la muerte. Pensad bien en
esto. Quien practica la misericordia no teme a la muerte. ¿Estáis de
acuerdo? ¿Lo decimos juntos para no olvidarlo? Quien practica la
misericordia no teme a la muerte. Otra vez. Quien practica la misericordia
no teme a la muerte. ¿Y por qué no teme a la muerte? Porque la mira a la cara
en las heridas de los hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo.
Si abrimos la puerta
de nuestra vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños, entonces
también nuestra muerte se convertirá en una puerta que nos introducirá en el
cielo, en la patria beata, hacia la que nos dirigimos, anhelando morar para
siempre con nuestro Padre, con Jesús, María y los santos.
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