Franciso Javier Bernad Morales
Anteriormente,
al tratar del concilio de Constanza, me he referido de pasada a la condena de
las doctrinas de Jhon Wyclif; ensayaré ahora una aproximación a la vida e ideas
de este reformador, tenido a menudo como un precursor del protestantismo. Vaya
por delante que no comparto una calificación que solo adquiere sentido a la luz
de acontecimientos posteriores a los que Wyclif fue necesariamente ajeno.
Nacido
hacia 1320 en el Yorkshire, al norte de Inglaterra, estudió Teología en Oxford
y estuvo vinculado a Juan de Gante, duque de Lancaster, quien alcanzó una gran
influencia política en los últimos años del reinado de Eduardo III y, a la
muerte de este, desempeñó la regencia en nombre de su sobrino, Ricardo II, hijo
del Príncipe Negro[1].
Fue esta proximidad a los círculos de poder lo que permitió a Wyclif elaborar
sus ideas en el seno de una relativa calma. Su punto de partida es una condena
absoluta de la riqueza de la Iglesia, algo que estaba de alguna manera en el
ambiente de la época y que lo aproxima a la interpretación radical del ideal
franciscano, tal como lo entendían los fraticelli.
Para él, ningún eclesiástico podía detentar, sin caer en el pecado, posesiones
materiales y, por lo tanto, era legítimo que los príncipes temporales lo
despojaran de ellas. Es preciso tener en cuenta que en esos tiempos quien podía
permitírselo donaba en el testamento una parte de sus propiedades a la Iglesia,
a fin de que con las rentas por ellas producidas se ofrecieran sufragios por su
alma. Dado que aquella no era realmente propietaria de lo donado, sino más bien
usufructuaria, pues la posesión quedaba sujeta al cumplimiento de la voluntad
del difunto, se trataba de unos bienes que no podían enajenarse. De esta
manera, los dominios de la Iglesia no cesaban de crecer, creando un problema
que solo sería resuelto mediante la adopción de unas medidas desamortizadoras a
las que Wyclif venía a dar respaldo. Su predicación, bien acogida al principio entre
los consejeros de Juan de Gante, fue entendida sin embargo en medios populares
en una forma que posiblemente escapaba a la intención con que fue ideada, pues
dio origen a revueltas campesinas que afectaron no solo a los señoríos
eclesiásticos, sino también a los laicos.
El
desafío de Wyclif a la Iglesia fue mucho más allá de la crítica de sus
posesiones temporales, pues alcanzó a negar la transustantación, esto es, la
doctrina de que en la consagración el pan y el vino pierden su sustancia para
convertirse realmente en la carne y sangre de Cristo, si bien conservan los
accidentes, es decir, las cualidades que definen su apariencia externa. En otro sentido, Wyclif defendió la primacía de la Escritura como
regla de fe. De ahí surgió el empeño de traducir la Biblia a lengua vulgar,
algo a lo que se aplicó ayudado por sus discípulos a partir de 1378. Aunque hoy
día resulte difícil entender el antiguo rechazo de la Iglesia a las versiones
de la Biblia en lengua vernácula, hemos de considerar que en el ánimo de estos
primeros reformadores, la bandera del retorno a la Escritura, esto es a unos
orígenes no manchados por la connivencia con el poder, estaba ligada de manera indisoluble
a una condena de la Iglesia tal como se
manifestaba en el momento. Algo que para la mentalidad ortodoxa suponía la
negación no ya de la tradición entendida como suma de prácticas antiguas, sino
de la actuación del Espíritu en la comunidad de los creyentes. La Sola Scriptura venía a significar que,
tras la época apostólica, el Señor había permanecido mudo y la Iglesia, por
tanto, era una institución puramente humana.
Wyclif
falleció en 1384. Treinta años después, el concilio de Constanza condenó sus
ideas y ordenó que se quemaran sus libros. Incluso sus restos fueron exhumados
y sus huesos, tras arder en la hoguera, arrojados al río Swift. Antes del
concilio, en 1401, Enrique IV de Inglaterra había promulgado el edicto De heretico
comburendo, por el que se prohibía la traducción de la Biblia realizada por
Wyclif y se condenaba a muerte a sus seguidores, conocidos como lolardos.
[1] Eduardo de Woodstock
(1330-1376), conocido como el Príncipe Negro, hijo de Eduardo III, fue jurado
como Príncipe de Gales en 1343. A su muerte, su hijo Ricardo se convirtió en
heredero de la corona, a la que accedió en 1377 a la muerte de su abuelo. Dado
que solo contaba diez años de edad, se nombró regente a su tío Juan de Gante.
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