Hacía
tiempo que el concilio era un mero instrumento del que se servían los papas
para dar a conocer su voluntad. Sin embargo, la gravedad de la situación,
cuando dos monarcas absolutos reclamaban igual derecho al solio pontificio y
exigían la obediencia de los fieles, dio un impulso a la idea de que aquel
podía constituir una limitación del autoritarismo y poner fin a la división de
los cristianos. Así lo manifestaron Vicente Ferrer, Nicolás Eymerich, Conrado de
Gelnhausen y Enrique de Hesse Langestein. No eran los primeros en expresarse
así. De modo parecido lo habían hecho ya Guillermo de Occam y Marsilio de
Padua. Pronto estas ideas atrajeron a numerosos seguidores. En el aire estaba
una pregunta de profundas repercusiones: ¿Podía el concilio juzgar al pontífice
si este perjudicaba el bien común? A ella se ligaba una cuestión de
procedimiento no menos importante: Si el papa descuidaba sus obligaciones,
¿quién tenía autoridad para convocar el concilio? Unos respondían que el
colegio cardenalicio, otros que los soberanos temporales. No todos sostenían
las posiciones radicales de Occam y Marsilio para quienes el concilio era
indudablemente superior al papa. Cabían toda clase de posturas, entre ellas
muchas intermedias, como la de Gerson, quien pensaba que era posible hallar un
equilibrio entre la monarquía pontificia, la aristocracia cardenalicia y la
democracia conciliar[1].
Finalmente,
tanto los cardenales de Roma como los de Aviñón reconocieron que el concilio
era la única vía para recuperar la unidad, pero ni Benedicto XIII ni Gregorio
XII cedieron, por lo que aquellos realizaron la convocatoria por su propia
cuenta. En contra de los dos papas, el concilio se reunió en Pisa en marzo de
1409, con una gran asistencia de dignatarios de la Iglesia. El 5 de junio,
ambos pontífices fueron depuestos. A continuación se reunió el cónclave que
eligió al arzobispo de Milán, quien tomó el nombre de Alejandro V[2].
Puesto que ni Gregorio ni Benedicto aceptaron
el concilio, el cisma, lejos de solventarse, se agravó, pues ahora eran tres
los papas que reclamaban autoridad sobre los cristianos.
Alejandro
V falleció al año siguiente y fue sucedido por Juan XXIII[3],
quien, debido a la falta de apoyos, tras haberse enfrentado con Ladislao de
Nápoles, hubo de ceder a las presiones del nuevo emperador, Segismundo de
Hungría, y convocar un nuevo concilio en Constanza. Aunque Juan confiaba en
encontrar en él el refrendo de toda la cristiandad, dado que sus partidarios
eran muy numerosos entre los prelados italianos, la adopción de un nuevo
sistema de votación por naciones, le hizo ver que quedaría en minoría, por lo
que decidió huir (marzo de 1415). Ante esta situación, amparado en la
protección del emperador, el concilio promulgó el decreto Haec sancta, por el que se proclamaba representante de la Iglesia y
superior al papa. Acusado de asesinato, violación, incesto y sodomía, Juan
XXIII aceptó finalmente su deposición (mayo de 1415)[4].
[1] RAPP, Francis: La Iglesia y la
vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media, Barcelona, Labor, 1973,
p. 38.
[2] Considerado antipapa. La Iglesia Católica no acepta la legitimidad del concilio de Pisa.
[3] También antipapa.
[4] Permaneció encarcelado durante
tres años hasta que prestó obediencia al papa Martín V, quien lo nombró obispo
de Frascati.
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