10 noviembre 2013

El cisma de Occidente (III)

Francisco Javier Bernad Morales

Hacía tiempo que el concilio era un mero instrumento del que se servían los papas para dar a conocer su voluntad. Sin embargo, la gravedad de la situación, cuando dos monarcas absolutos reclamaban igual derecho al solio pontificio y exigían la obediencia de los fieles, dio un impulso a la idea de que aquel podía constituir una limitación del autoritarismo y poner fin a la división de los cristianos. Así lo manifestaron Vicente Ferrer, Nicolás Eymerich, Conrado de Gelnhausen y Enrique de Hesse Langestein. No eran los primeros en expresarse así. De modo parecido lo habían hecho ya Guillermo de Occam y Marsilio de Padua. Pronto estas ideas atrajeron a numerosos seguidores. En el aire estaba una pregunta de profundas repercusiones: ¿Podía el concilio juzgar al pontífice si este perjudicaba el bien común? A ella se ligaba una cuestión de procedimiento no menos importante: Si el papa descuidaba sus obligaciones, ¿quién tenía autoridad para convocar el concilio? Unos respondían que el colegio cardenalicio, otros que los soberanos temporales. No todos sostenían las posiciones radicales de Occam y Marsilio para quienes el concilio era indudablemente superior al papa. Cabían toda clase de posturas, entre ellas muchas intermedias, como la de Gerson, quien pensaba que era posible hallar un equilibrio entre la monarquía pontificia, la aristocracia cardenalicia y la democracia conciliar[1].

Finalmente, tanto los cardenales de Roma como los de Aviñón reconocieron que el concilio era la única vía para recuperar la unidad, pero ni Benedicto XIII ni Gregorio XII cedieron, por lo que aquellos realizaron la convocatoria por su propia cuenta. En contra de los dos papas, el concilio se reunió en Pisa en marzo de 1409, con una gran asistencia de dignatarios de la Iglesia. El 5 de junio, ambos pontífices fueron depuestos. A continuación se reunió el cónclave que eligió al arzobispo de Milán, quien tomó el nombre de Alejandro V[2].  Puesto que ni Gregorio ni Benedicto aceptaron el concilio, el cisma, lejos de solventarse, se agravó, pues ahora eran tres los papas que reclamaban autoridad sobre los cristianos.

Alejandro V falleció al año siguiente y fue sucedido por Juan XXIII[3], quien, debido a la falta de apoyos, tras haberse enfrentado con Ladislao de Nápoles, hubo de ceder a las presiones del nuevo emperador, Segismundo de Hungría, y convocar un nuevo concilio en Constanza. Aunque Juan confiaba en encontrar en él el refrendo de toda la cristiandad, dado que sus partidarios eran muy numerosos entre los prelados italianos, la adopción de un nuevo sistema de votación por naciones, le hizo ver que quedaría en minoría, por lo que decidió huir (marzo de 1415). Ante esta situación, amparado en la protección del emperador, el concilio promulgó el decreto Haec sancta, por el que se proclamaba representante de la Iglesia y superior al papa. Acusado de asesinato, violación, incesto y sodomía, Juan XXIII aceptó finalmente su deposición (mayo de 1415)[4].





[1] RAPP, Francis: La Iglesia y la vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media, Barcelona, Labor, 1973, p. 38.
[2] Considerado antipapa. La Iglesia Católica no acepta la legitimidad del concilio de Pisa.
[3] También antipapa.
[4] Permaneció encarcelado durante tres años hasta que prestó obediencia al papa Martín V, quien lo nombró obispo de Frascati.

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