Hay días en los que sin motivo
aparente sentimos el corazón oprimido por un dolor intenso. Sin saber por qué,
se presentan ante nosotros las imágenes de todas las personas a las que hemos
amado y que hemos perdido. Todos aquellos a quienes quizá no dijimos con la
suficiente claridad lo que significaban para nosotros. Quizá incluso en algún
momento los tratamos con displicencia. Puede que necesitaran una palabra
nuestra, pero permanecimos en silencio. Pensábamos que habría tiempo para
explicaciones, que los malentendidos podrían aclararse, y dejábamos discurrir
días y días sin hablar de lo que realmente importaba. Transcurrieron así los
meses y los años y demoramos solicitar su perdón. No hablo de grandes faltas,
sino de pequeños gestos cotidianos, que quizá pasaron para todos, incluso para
el ofendido, inadvertidos. Acaso no dejaran otra huella que esa herida interior
que hoy vuelve a sangrar. Sabemos que en determinado momento fuimos crueles con
alguien que nos quería y, aunque ahora nos arrepentimos, ya ha pasado el
momento en que podíamos solicitar su perdón. Una palabra, un gesto, un silencio,
dejan una marca dolorosa, una llaga que cuando menos lo esperamos torna a
abrirse y nos causa un pesar que con nada se alivia. Son tantos los que ya no
nos acompañan que apenas podemos evocarlos a la vez en la memoria.
Lo
que voy a contar es vulgar, tanto que dudo en calificarlo de historia, pues
quizá, al igual que los fenómenos naturales, se haya repetido una y otra vez en
mil formas solo superficialmente distintas. Un joven mira el mundo con la feroz
audacia que le proporcionan sus poco más de veinte años. Ensoberbecido por la
fuerza que cree descubrir en su voluntad, apenas puede disimular el disgusto ante las palabras de su abuela.
Habla esta de las pequeñas miserias de un tiempo pasado, pero lo que indigna al
nieto es la conformidad con el destino que trasluce el relato de la anciana. No
puede entender que alabe la humildad, y termina por recriminárselo. Se atreve a
censurarla por no haber reaccionado con rebeldía. No hay más, la mujer se
encierra en el silencio, quizá absorta en los remotos recuerdos de una juventud
apenas disfrutada.
Pasarán
los años, y la vida terminará por abatir la arrogante suficiencia del nieto. El
mundo, que en la juventud se le mostraba, como una pintura de Caravaggio, con
nítidos contrastes entre áreas iluminadas y zonas de tinieblas, ha adquirido los
variados matices de un cuadro de Millet. Por fin comprende que esa abuela, a la
que tanto tiempo atrás menospreció, comparte
la serena dignidad de los campesinos que rezan el Ángelus y de las espigadoras.
Pero ya es tarde. La anciana se fue sin ruido, igual que había vivido.
Ahora
el nieto, ya un hombre maduro, siente cada día el dolor causado por unas
palabras que quizá tan solo a él le hicieron daño. Sabe que su abuela, esa
mujer humilde, quedó viuda en Madrid con cuatro niños pequeños, un año antes de
que comenzara la Guerra Civil, que trabajó incansable cosiendo día y noche para
salir adelante, que un vecino miserable, cuando ya las tropas de Franco
entraban en la ciudad, le arrebató los pocos objetos de valor que poseía y que
el tifus la tuvo al borde de la muerte. Sin embargo, ella continuó
inquebrantable y sus hijos crecieron, se hicieron adultos y formaron nuevas
familias. Entiende al fin el nieto que su abuela no se resignó ante el destino,
sino que lo afrontó decidida y valerosamente, pero ya no cabe manifestarle
gratitud, ya nunca podrá decirle hasta qué extremo la admira. Por eso hoy le duele
el corazón.
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