La
crisis iconoclasta había durado algo más de un siglo, pero sus consecuencias
persistieron durante un tiempo mucho mayor. La definitiva victoria iconódula no
bastó para atenuar los mutuos recelos entre Bizancio y el Papado. Este había
optado en lo político por la alianza con los francos, con lo que se ahondó la
brecha entre la iglesia occidental y la oriental y se preparó el terreno para
el cisma[1];
la intervención franca en los asuntos italianos se vio además acompañada por el
reconocimiento del derecho del Papa a gobernar sobre Italia Central en virtud
de una supuesta donación efectuada por el emperador Constantino[2],
lo que constituyó la legitimación jurídica de los Estados Pontificios. En un
terreno menos directamente político, aquí nos interesa la reflexión sobre el
culto dado a las imágenes, que singulariza a las iglesias Católica y Ortodoxa
no solo frente a las otras religiones monoteístas, como el judaísmo y el islam,
sino también ante las otras confesiones cristianas.
Ya me
he referido a que los iconoclastas sostenían que las imágenes conducían al
pueblo a la idolatría y a que en tiempos de Constantino V rechazaron incluso el
culto a los santos. Mantenían, asimismo, la imposibilidad de representar la
naturaleza divina de Cristo. Antes de entrar en la respuesta iconódula, me
parece conveniente aventurar una hipótesis acerca de las causas de lo que
pudiéramos denominar anomalía católica[3]
en cuanto a las imágenes sagradas. Como es sabido, el cristianismo nace en el
seno del judaísmo con el que comparte una prevención contra la idolatría
tajantemente expresada en el Pentateuco (Torá).
Sin embargo, pronto se difunde entre gentiles acostumbrados de un lado a la
heroización e incluso divinización de personajes admirados por sus hazañas o
simplemente por su poder, y de otro, a honrarlos con estatuas. El problema de
la posición ante la cultura pagana está presente en las primeras reflexiones
cristianas. Tertuliano lo resuelve con un rechazo total de aquella. De haber
triunfado su intransigencia, el cristianismo se habría conservado como un
cuerpo extraño dentro del Imperio, pero la realidad fue mucho más compleja, y
finalmente emergió una síntesis en que la nueva religión adoptó gran parte de
la herencia clásica, aunque reinterpretándola a la luz del monoteísmo. Los
mártires pasan a ocupar el lugar que en la mentalidad pagana había
correspondido a los héroes. Al respecto, sabemos por San Agustín que al menos
en África y en la región de Milán existía en el siglo IV la costumbre de acudir
con comida y vino a los sepulcros de los mártires, y que San Ambrosio la
prohibió en su diócesis, debido a su semejanza con la superstición de los
gentiles[4].
El hecho muestra que los cristianos mantenían numerosas prácticas procedentes
del paganismo. Ante ello, la Iglesia se ve precisada a establecer una rigurosa
distinción entre latría, la adoración que solo a Dios puede lícitamente darse,
y dulia, la veneración por los santos. La distinción no es de grado, sino de
naturaleza. Por tanto, deben rechazarse todas aquellas actitudes que se presten
a confusión y sugieran que se da un culto indebido a las criaturas. En cuanto a
las imágenes, en ellas no se venera la materia, sino aquello que representan.
Sin embargo, aunque la distinción es clara, en el momento de desarrollo del
movimiento iconoclasta, no faltaban comportamientos que indican que no todos
los devotos la entendían, lo que justifica al menos en parte el rechazo a las
imágenes. En el curso del enfrentamiento, los iconódulos se ven obligados a
definir su posición con la mayor claridad, a fin de deslindarla de cualquier
identificación con la idolatría. En este sentido, podemos decir que la crisis
constituyó una llamada de atención frente a excesos que siempre han acechado a
la Iglesia.
Algo
similar ocurrió en el siglo XVI, cuando la Reforma protestante puso nuevamente
de manifiesto como la veneración por santos, reliquias e imágenes, podía rayar
en idolatría.
Incluso
en nuestros tiempos, el Concilio Vaticano II ha vuelto sobre el asunto, al
mantener las imágenes sagradas, pero advertir del peligro que pueden suponer si
no son bien interpretadas:
Manténgase firmemente la práctica de exponer
en las iglesias imágenes sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin
embargo, con moderación en el número y guardando entre ellas el debido orden, a
fin de que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción
menos ortodoxa[5].
[1] Tras una primera ruptura en
tiempos del emperador Miguel III y del patriarca Focio (857), el cisma
definitivo se produjo en 1054, cuando el cardenal Humberto, enviado a
Constatantinopla por el papa León IX, y el patriarca de Constantinopla Miguel
Cerulario se excomulgaron mutuamente.
[2] El humanista romano Lorenzo
Valla demostró en 1440 que el documento en que se amparaba la supuesta donación
era una falsificación elaborada en tiempos del rey franco Pipino el Breve.
[3] Los ortodoxos admiten, tras la
querella iconoclasta, el culto a los iconos, pero se muestran reticentes ante
las representaciones escultóricas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario