27 enero 2013

Iconoclastas e iconódulos (y III)

Francisco Javier Bernad Morales

La crisis iconoclasta había durado algo más de un siglo, pero sus consecuencias persistieron durante un tiempo mucho mayor. La definitiva victoria iconódula no bastó para atenuar los mutuos recelos entre Bizancio y el Papado. Este había optado en lo político por la alianza con los francos, con lo que se ahondó la brecha entre la iglesia occidental y la oriental y se preparó el terreno para el cisma[1]; la intervención franca en los asuntos italianos se vio además acompañada por el reconocimiento del derecho del Papa a gobernar sobre Italia Central en virtud de una supuesta donación efectuada por el emperador Constantino[2], lo que constituyó la legitimación jurídica de los Estados Pontificios. En un terreno menos directamente político, aquí nos interesa la reflexión sobre el culto dado a las imágenes, que singulariza a las iglesias Católica y Ortodoxa no solo frente a las otras religiones monoteístas, como el judaísmo y el islam, sino también ante las otras confesiones cristianas.
Ya me he referido a que los iconoclastas sostenían que las imágenes conducían al pueblo a la idolatría y a que en tiempos de Constantino V rechazaron incluso el culto a los santos. Mantenían, asimismo, la imposibilidad de representar la naturaleza divina de Cristo. Antes de entrar en la respuesta iconódula, me parece conveniente aventurar una hipótesis acerca de las causas de lo que pudiéramos denominar anomalía católica[3] en cuanto a las imágenes sagradas. Como es sabido, el cristianismo nace en el seno del judaísmo con el que comparte una prevención contra la idolatría tajantemente expresada en el Pentateuco (Torá). Sin embargo, pronto se difunde entre gentiles acostumbrados de un lado a la heroización e incluso divinización de personajes admirados por sus hazañas o simplemente por su poder, y de otro, a honrarlos con estatuas. El problema de la posición ante la cultura pagana está presente en las primeras reflexiones cristianas. Tertuliano lo resuelve con un rechazo total de aquella. De haber triunfado su intransigencia, el cristianismo se habría conservado como un cuerpo extraño dentro del Imperio, pero la realidad fue mucho más compleja, y finalmente emergió una síntesis en que la nueva religión adoptó gran parte de la herencia clásica, aunque reinterpretándola a la luz del monoteísmo. Los mártires pasan a ocupar el lugar que en la mentalidad pagana había correspondido a los héroes. Al respecto, sabemos por San Agustín que al menos en África y en la región de Milán existía en el siglo IV la costumbre de acudir con comida y vino a los sepulcros de los mártires, y que San Ambrosio la prohibió en su diócesis, debido a su semejanza con la superstición de los gentiles[4]. El hecho muestra que los cristianos mantenían numerosas prácticas procedentes del paganismo. Ante ello, la Iglesia se ve precisada a establecer una rigurosa distinción entre latría, la adoración que solo a Dios puede lícitamente darse, y dulia, la veneración por los santos. La distinción no es de grado, sino de naturaleza. Por tanto, deben rechazarse todas aquellas actitudes que se presten a confusión y sugieran que se da un culto indebido a las criaturas. En cuanto a las imágenes, en ellas no se venera la materia, sino aquello que representan. Sin embargo, aunque la distinción es clara, en el momento de desarrollo del movimiento iconoclasta, no faltaban comportamientos que indican que no todos los devotos la entendían, lo que justifica al menos en parte el rechazo a las imágenes. En el curso del enfrentamiento, los iconódulos se ven obligados a definir su posición con la mayor claridad, a fin de deslindarla de cualquier identificación con la idolatría. En este sentido, podemos decir que la crisis constituyó una llamada de atención frente a excesos que siempre han acechado a la Iglesia.
Algo similar ocurrió en el siglo XVI, cuando la Reforma protestante puso nuevamente de manifiesto como la veneración por santos, reliquias e imágenes, podía rayar en idolatría.
Incluso en nuestros tiempos, el Concilio Vaticano II ha vuelto sobre el asunto, al mantener las imágenes sagradas, pero advertir del peligro que pueden suponer si no son bien interpretadas:
Manténgase firmemente la práctica de exponer en las iglesias imágenes sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin embargo, con moderación en el número y guardando entre ellas el debido orden, a fin de que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa[5].




[1] Tras una primera ruptura en tiempos del emperador Miguel III y del patriarca Focio (857), el cisma definitivo se produjo en 1054, cuando el cardenal Humberto, enviado a Constatantinopla por el papa León IX, y el patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario se excomulgaron mutuamente.
[2] El humanista romano Lorenzo Valla demostró en 1440 que el documento en que se amparaba la supuesta donación era una falsificación elaborada en tiempos del rey franco Pipino el Breve.
[3] Los ortodoxos admiten, tras la querella iconoclasta, el culto a los iconos, pero se muestran reticentes ante las representaciones escultóricas.
[4] Confesiones VI, 2, 2
[5] Sacrosanctum Concilium (7, 125)

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