En el
año 726, el emperador bizantino León III el Isáurico ordenó la retirada de la pintura
de Cristo situada sobre la puerta de bronce del gran palacio, y su sustitución
por una simple cruz. Tal decisión, que provocó un tumulto en que la multitud
dio muerte a uno de los soldados encargados llevarla a cabo, constituye el
inicio de un problema que desgarró a la Iglesia de Oriente durante más de un
siglo, en tanto que el Imperio se debatía en un agónico enfrentamiento con
árabes y búlgaros. León, pese a su
apelativo, no procedía de Isauria, sino de Siria, y siendo estratego[1]
del thema de Anatolia, se había
sublevado con el apoyo de su provincia y de Armenia contra Teodosio III, a su
vez un usurpador, quien, ante el avance rebelde renunció a la corona y se
retiró a un monasterio (717). Los primeros momentos del nuevo reinado fueron
extremadamente difíciles. En ese mismo año el califa Solimán consiguió bloquear
Constantinopla por mar y por tierra, pero tras doce meses de asedio, hubo de
retirarse. En los años siguientes, aunque la guerra continuó, su suerte fue por
lo general favorable a los bizantinos, y León
pudo llevar a cabo reformas administrativas, judiciales y financieras,
que contribuyeron a la estabilización del Imperio.
El
apoyo del ejército y la popularidad adquirida con la victoria, le animaron a
poner en práctica sus ideas de reforma religiosa. En su opinión, las
representaciones plásticas de la Sagrada Familia, de los Apóstoles y de los
santos conducían al pueblo hacia la idolatría, por lo que decidió su
destrucción. Se encontró, sin embargo, con la oposición del patriarca Germán, a
quien ordenó en 730 que aprobara el edicto que prohibía el culto a los iconos.
Al negarse este, el emperador convocó el consejo supremo de los funcionarios
bizantinos, tanto laicos como eclesiásticos (Silention), quienes condenaron a Germán, que hubo de dimitir. Su
puesto fue ocupado por el iconoclasta Anastasio, que fue excomulgado por el
papa Gregorio II. Se agravaron de esta manera las ya antiguas tensiones entre
Roma y Constantinopla, en un momento en que los papas se sentían amenazados por
el avance de los lombardos. El conflicto con Bizancio hizo que se vieran
obligados a recurrir a la protección de los francos, lo que tuvo inmensas consecuencias
políticas en el futuro, entre ellas la creación de los Estados Pontificios y la
coronación imperial de Carlomagno (800).
Frente
a los iconoclastas, los iconódulos, entre los que descolló San Juan Damasceno,
sostenían que era falsa la acusación de idolatría, pues, las imágenes no son
adoradas, sino veneradas debido a aquello que evocan. Son los libros en los que
quienes no saben leer pueden aprender las verdades de la religión.
Constantino
V, hijo y sucesor de León III, continuó e incluso radicalizó la política
religiosa de su padre. Hizo que las sedes episcopales vacantes fueran ocupadas
por iconoclastas y creó otras nuevas. Cuando se sintió con suficiente fuerza convocó
en el palacio de Hieria un concilio que pretendió ecuménico, pero al que solo
asistieron obispos orientales fieles (754). En él se ordenó la destrucción de
todas las imágenes y se anatematizó a los iconódulos más destacados, como Juan
Damasceno y el expatriarca Germán. La
persecución se tornó violenta y conllevó diversas condenas a muerte.
Finalmente, incluso se rechazaron como heréticas las oraciones a los santos.
Por otra parte y al igual que su padre, Constantino fue un buen administrador y
un brillante militar que supo mantener a raya a árabes y búlgaros.
[1] El estratego concentraba, desde
las reformas del siglo VII, la autoridad política y militar de una provincia (thema).
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