08 enero 2013

Pelagianismo

Francisco Javier Bernad Morales

Quizá, aunque la mayor parte de los cristianos ignoren su existencia e incluso se sorprendan al escuchar un nombre tan extraño, esta doctrina, declarada herética en la segunda década del siglo V, mantenga una fuerte presencia en el mundo actual. Pelagio fue un monje virtuoso y austero nacido en Britania o quizá en Irlanda, que vivió a caballo entre los siglos IV y V. Sabemos que en el año  400 estaba en Roma y que en el 410 huyó a Cartago ante el avance de los visigodos. Escribió varios tratados que no se han conservado y que solo conocemos de manera fragmentaria por las citas de sus oponentes, entre quienes ocupa un lugar destacado San Agustín.

Espero que el lector me disculpe si interrumpo el ritmo expositivo con una ligera digresión, pues imagino la malevolencia con que algunos culparán a la Iglesia de haberlos destruido para impedir que llegaran hasta nosotros. Ya en alguna ocasión me he referido a la manera en que se transmitían los textos antes de la invención de la imprenta. Recordaré, pues, que estos se copiaban a mano, lo que obviamente suponía un trabajo laborioso y de elevado coste, por lo que solo se reproducían aquellos que una determinada comunidad consideraba lo suficientemente importantes. 

Naturalmente, los monjes se ocupaban en copiar los que, a su entender, contenían enseñanzas piadosas y doctrinas edificantes. Así se han perdido- a no ser que el azar depare alguna sorpresa, pues siempre queda la esperanza de un descubrimiento arqueológico, tal como el de los rollos del mar Muerto o el de los códices gnósticos de Nag Hammadi- no solo las obras de autores heréticos, sino las de muchos otros escritores antiguos, que durante siglos fueron escasamente valorados. Eso no significa que el poder temporal o el espiritual no decretaran la destrucción de determinados libros, pero la eficacia real de estas medidas fue bastante discutible. Mucho más dañinos resultaron el desinterés por su conservación y el deterioro causado en las escasas copias por el simple discurrir del tiempo.

¿Podemos, pues, atisbar  en la bruma las ideas de Pelagio? Sabemos, al menos, de qué le acusaban sus adversarios. Al parecer, habría negado que la falta de Adán se transmitiera a su descendencia y fuera la causa de la entrada de la muerte en el mundo. No hay, pues, pecado original, y el hombre nace inocente, tal como fue creado en el Paraíso y puede, por tanto, alcanzar la salvación por sus propios medios, sin necesidad de la gracia divina. San Agustín, San Jerónimo y Paulo Orosio, entre otros, vieron con claridad que esta doctrina suponía un ataque contra la raíz misma del cristianismo. Si la naturaleza humana no está manchada por el pecado, la muerte de Jesús carece de poder salvífico y, consecuentemente, la Encarnación no tiene sentido. Aquel judío crucificado en Jerusalén, no habría sido más que, como tantos otros, un justo sufriente; un modelo, en este sentido equiparable a Sócrates, de comportamiento ético; alguien a quien los hombres deberíamos esforzarnos por imitar para así, con nuestras obras, lograr la salvación. Pelagio, en definitiva, identificaba la libertad con la capacidad para elegir entre el bien y el mal, y no aceptaba la imposibilidad de realizar el primero sin el auxilio del don gratuito e incondicionado de Dios. 

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