En
épocas como la actual en que padecemos graves dificultades de orden económico,
a menudo hallan eco voces que, apelando a un oscuro egoísmo identitario,
denuncian al extranjero como usurpador de supuestos beneficios que, afirman,
deberían reservarse a los nacionales. El
mensaje que transmiten es muy simple, pues se reduce a una apelación a la
solidaridad del grupo frente a quienes por definición quedan excluidos de él:
los forasteros, los extraños, aquellos que han venido de otro lugar… No aportan
soluciones, pero señalan un culpable, alguien contra quien dirigir la
frustración de quienes no encuentran trabajo, o simplemente de aquellos cuyas esperanzas
de futuro se tornan inseguras. Frente a la tentación xenófoba, los cristianos
debemos responder con la apelación a la profunda unidad del género humano,
hemos, pues, de recordar que todos somos hermanos y que el inmigrante es
nuestro prójimo. Así se proclama en el Levítico y se repite en el Deuteronomio
Como a uno de vuestros indígenas habéis de
considerar al extranjero que con vosotros es huésped y le amarás como a ti
mismo, pues extranjeros habéis sido en el país de Egipto (Levítico, 19, 3).
No abominarás del idumeo, pues es hermano
tuyo. Tampoco abominarás del egipcio, porque fuiste extranjero en su país
(Deuteronomio, 23, 8).
De la
misma manera insiste el Concilio Vaticano II:
La justicia y la equidad exigen también que
la movilidad, la cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera
que se eviten la inseguridad y la estrechez de la vida del individuo y de su
familia. Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de
otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una
provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de
remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en
particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no
simplemente como meros instrumentos de producción, deben ayudarles para que
traigan junto a sí a sus familias, se procuren un alojamiento decente favorecer
su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge
(Constitución Gaudium et spes, 66).
No ver
en el extranjero a nuestro prójimo implica rechazar al Creador y, por tanto, a
Cristo, pues quien lo hace, en lugar de amor, siembra odio.
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