Fiel es Dios, que se constituyó en nuestro deudor; no porque haya recibido algo de nosotros, sino porque nos prometió tan grandes bienes. La promesa le pareció poco; por eso quiso obligarse por escrito, firmando, por decirlo así, un documento que atestiguara sus promesas, para que, cuando comenzara a cumplir las cosas que prometió, viésemos en ese escrito en qué orden se cumplirían. El tiempo de las profecías era, como muchas veces lo he afirmado, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salvación eterna, la
vida bienaventurada y sin fin en compañía de los ángeles, la herencia
imperecedera, la gloria eterna, la dulzura de la contemplación de su rostro, su
templo santo en los cielos y, como consecuencia de la resurrección, la ausencia
total del miedo a la muerte. Ésta es, en cierto modo, su promesa final, hacia
la que tienden todos nuestros cuidados, porque una vez que la hayamos alcanzado
ya no buscaremos ni exigiremos ninguna otra cosa. También manifestó en qué orden
se cumplirían sus promesas y profecías hasta alcanzar ese último fin. Prometió
la divinidad a los hombres, la inmortalidad a los mortales, la justificación a
los pecadores, la glorificación a criaturas despreciables. Sin embargo,
hermanos, como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de
sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y
ceniza- para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los
hombres para moverlos a creer, sino que también estableció un mediador como
garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a
un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que
nos conduciría hacia el fin prometido. Pero no bastó a Dios indicarnos el
camino por medio de su Hijo: quiso que Él mismo fuera el camino, para que, bajo
su dirección, tú caminaras por él. Por tanto, el Hijo único de Dios tenía que
venir a los hombres, tenía que hacerse hombre y, en su condición de hombre,
tenía que morir, resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y
cumplir todas sus promesas en favor de las naciones. Y, después del cumplimiento de estas
promesas, cumplirá también la promesa de venir otra vez para pedir cuentas de
sus dones, para separar a los que se hicieron merecedores de su ira de quienes
se hicieron merecedores de su misericordia, para castigar a los impíos,
conforme lo había amenazado, y para recompensar a los justos, según lo había
prometido. Todo esto debió ser profetizado y anunciado de antemano para que no atemorizara
a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo
fuese también de una ardiente esperanza
De los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos (354-430)
Lectura bíblica: 2 Co 1, 18-22
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