25 enero 2013

Iconoclastas e iconódulos (II)

Francisco Javier Bernad Morales

La situación comenzó a cambiar a la muerte de Constantino. Irene, la esposa de su hijo León IV, era iconódula y cuando el nuevo emperador falleció de manera inesperada a los treinta años de edad (780), quedó como regente durante la minoridad del heredero, Constantino VI. En el año 786, convocó un Concilio Ecuménico en Constantinopla, pero una rebelión de militares iconoclastas obligó a aplazarlo al año siguiente y a trasladarlo a Nicea[1]. En él, finalmente, se restauró el culto a las imágenes. Sin embargo, el partido iconoclasta aún conservaba gran parte de su fuerza y cuando Irene intentó que el ejército la reconociera como única emperatriz legítima este se negó y proclamó su fidelidad a Constantino VI. Pero el nuevo emperador  perdió pronto su popularidad al repudiar a su esposa para contraer un nuevo matrimonio. El 15 de agosto de 797, Irene recuperó el poder y gobernó en adelante no ya como regente, sino como emperatriz tras ordenar que sacaran los ojos a su hijo, quien según algunas fuentes falleció poco después a causa de las heridas.
Los años siguientes fueron convulsos. El papado, pese al triunfo iconódulo, mantuvo una estrecha relación con los francos, lo que terminó definitivamente con la influencia bizantina en la Italia central, mientras que en los Balcanes, las correrías búlgaras se hacían cada día más audaces y en Anatolia se sucedían las derrotas frente a los árabes. Solo a costa del pago de cuantiosos tributos pudo el Imperio comprar su supervivencia. El descontento se manifestó en sucesivas sublevaciones militares  que alzaron a emperadores efímeros. En el año 813, durante un combate contra los búlgaros en Versinicia (Tracia), halló la muerte el emperador Miguel Rangabe, al ser abandonado en plena batalla por uno de sus más influyentes generales. Este, que se hizo aclamar por los restos del ejército, retornó a Constantinopla convertido en emperador con el nombre de León V. Pensaba que las victorias y la estabilidad durante los largos reinados de León III y Constantino V se debían a su política iconoclasta por lo que los adoptó como modelos. En 814 ordenó al patriarca Nicéforo que retirara las imágenes de Santa Sofía, pero este, al igual que anteriormente hiciera Germán, se negó, por lo que tras permanecer arrestado durante un tiempo en su palacio fue obligado a dimitir. Una vez que León contó con un patriarca adicto, convocó un sínodo que restableció la iconoclastia (815). A su vez, los obispos francos convocados en París por Luis el Piadoso denunciaron la iconoclastia (825). En cualquier caso, León V no desató una persecución contra los iconódulos, salvo algunas condenas al destierro para los monjes más radicales. Mostró además un gran interés por evitar los abusos en la administración de justicia, y fortificó los territorios más amenazados por los búlgaros. Sin embargo, no pudo asegurar la continuidad de su obra. Una conspiración puso fin a su reinado (820) y a continuación se inició una guerra civil. Estos conflictos internos facilitaron que los árabes conquistaran Creta y Sicilia. Hasta el reinado de Teófilo (829-842) no se advierten síntomas de recuperación: revitalización de los intercambios comerciales, desarrollo de los cultivos cerealísticos en Tracia o aumento de la circulación monetaria.
A la muerte de Teófilo, su viuda, Teodora, gobernó como regente en nombre de su hijo Miguel de tres años de edad.  Con ella se restableció de manera definitiva (843) el culto a las imágenes.




[1] II Concilio de Nicea

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