Francisco Javier Bernad Morales
Guy de
Maupassant es uno de esos raros escritores que, en apenas unas pocas líneas
redactadas con la máxima economía de recursos expresivos, han conseguido
transmitir una visión de la naturaleza humana tan desgarrada como sugerente.
Unas cuantas pinceladas le bastan para retratar la dolorosa tragedia de unos
seres que en este mundo no han conocido más que el sufrimiento. Gentes como ese
pobre ciego (L’aveugle, 1882) que
jamás gozó de un momento de ternura. En la infancia, apenas un penoso estorbo
para sus padres y luego, muertos estos, objeto pasivo de la crueldad de su
cuñado y de las burlas de los aldeanos, hasta que, abandonado en un camino en
pleno invierno, incapaz de orientarse durante la nevada, halla una muerte que,
en su caso, no cabe entender sino como liberación. Solo cuando mejore el
tiempo, los vecinos hallarán un cadáver al que los cuervos han devorado los
ojos.
Es el
de Maupassant un mundo sombrio en el que,
como en la pintura de Courbet, se diría ha muerto la esperanza y no queda lugar
para el espíritu. En el que el cielo se muestra tan tenebroso e indiferente como la
tierra.
Entierro en Ornans
(Gustave Courbet)
Sin
embargo, tras la apariencia se muestra otra realidad más rica y luminosa. La
sensibilidad del lector queda profundamente afectada por la desgracia del
ciego. El autor, al presentarnos esa naturaleza descarnada y mezquina, nos hace
sentir una emocionada simpatía por los humildes y, al cabo, nos impulsa a
lanzar un grito de rebeldía. En su caso, como en el de Courbet, no tiene este
ningún sentido religioso. Antes al contrario, alienta en él un poderoso rechazo
hacia la Iglesia Católica, vista simplemente como una institución terrena
partícipe y corresponsable en la injusticia del mundo. Es una visión que no
podemos compartir, que sabemos sesgada, pero que, hemos de reconocerlo, no es
arbitraria ni disparatada, sino simplemente parcial. Forjada a partir de pastores
que, por comodidad o ignorancia, descuidaron el mensaje de Jesús y predicaron
una humildad que no era sino sumisión ante la injusticia. Ciertamente, a ellos
podemos oponer muchos otros, fieles a su deber profético. Pero no es mi
intención entrar a debatir la inocencia o culpabilidad de la Iglesia en este
mundo en que, incluso dentro de ella, conviven las dos ciudades. Solo deseo
recordar el cariño con que, en un breve relato pretendidamente objetivo y
exento de sentimentalismo, Maupassant retrata a los más desamparados entre los
débiles. Sean cuales fueren sus ideas y creencias, en él late el espíritu del
Evangelio.
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