12 octubre 2012

Desordenado paseo por el tiempo


Francisco Javier Bernad Morales

Corría el año 1534 y Europa se agitaba en el torbellino de la revolución religiosa. Ya Lutero había desautorizado a los extremistas que, so pretexto de seguir sus pasos reformadores, se lanzaban contra las autoridades temporales, dispuestos a edificar el Reino de Dios sobre la tierra. Vientos de jacquerie soplaban sobre Alemania y avivaban rescoldos de viejas herejías. De nuevo se escuchaba la pregunta nunca contestada: cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿dónde estaba el señor? Los príncipes católicos y protestantes olvidaban momentáneamente sus rencillas y se unían para ahogar en sangre la revuelta campesina.

Pero la historia no ha terminado. Münster, una pequeña ciudad de Westfalia, es presa de la exaltación. La muchedumbre sigue con fervor a los predicadores anabaptistas y termina por entregar el poder a uno de ellos, Jan Matthys. Los disidentes, católicos y protestantes, tanto da, son expulsados, y comienza la construcción del Reino de Dios. Se presiente la inmediata venida de Cristo, pero esta solo se producirá si los justos terminan con los malvados. Matthys decreta la propiedad común de todos los bienes y ordena que los libros, excepto la Biblia, sean quemados. Cuando muere en combate contra las tropas del obispo, le sucede su discípulo Jan Bockelson, antiguo sastre de Leiden, quien se proclama a sí mismo rey y profeta, y establece la poligamia. Sus seguidores luchan con ardor, convencidos de ser los únicos justos sobre la tierra y de que pronto dominarán el mundo, pero su valor y su entrega no logran romper el cerco de la ciudad. El Reino de Dios se sumerge más y más en la locura, hasta que finalmente sucumbe en una orgía de muerte y destrucción ante el asalto de católicos y protestantes.

Retrocedamos unos años. Lutero acaba de publicar sus tesis en Wittemberg, pero la tormenta aún no devasta Europa. Las querellas entre príncipes y la amenaza turca proyectan algunas sombras sobre un panorama que, visto con los cosmopolitas ojos de los humanistas, se antoja risueño. Colón ha mostrado a los europeos un mundo ignorado, un nuevo escenario donde cabe toda fantasía. Erasmo y Vives abanderan una pacífica cruzada contra el fanatismo y la superstición. Moro, inspirado en Platón, esboza la sociedad perfecta.

Su obra, titulada Utopía, es un libro breve, elegante y delicioso. Como un exquisito veneno seduce el gusto para mejor oscurecer el discernimiento; como una ponzoña espiritual apela a los buenos sentimientos para justificar la más despiadada tiranía. En la sociedad utópica, el bien de la colectividad se alcanza mediante el sacrificio de los individuos.

Utopía no es el Reino de Dios imaginado por Matthys  y Bockelson. Moro conscientemente la sitúa en un lugar impreciso, quizá fuera del espacio y del tiempo, en el mundo perfecto e inmutable de las ideas. El mismo autor se desdobla: de un lado Moro, es decir, el auténtico, con su verdadero nombre; de otro Rafael Hitlodeo, el viajero que ha vivido en Utopía. El artificio permite al autor mantener la distancia entre lo real y lo ideal. Moro podrá escuchar con interés y hasta apasionamiento la exposición de Hitlodeo y, acto seguido, manifestar sus reservas. Hitlodeo, por su parte, se resistirá a las exhortaciones de Moro para que utilice su sabiduría para mejorar el mundo. No hay puente posible entre lo ideal y lo real, entre Hitlodeo y Moro. Utopía nunca existirá sobre la tierra. Hitlodeo proseguirá sus viajes y describirá Utopía a todo aquel que se muestre dispuesto a escucharle. Moro continuará su labor como consejero del rey. No aspirará en tanto que político a construir esa sociedad perfecta que le ha sido revelada, pero tampoco será un acomodaticio oportunista. Llegado el momento dará una lección de suprema dignidad, al preferir la muerte antes que secundar una decisión que estima injusta. Münster cayó en junio de 1535. A principios de julio, el hacha del verdugo segó la cabeza de Santo Tomás Moro.

Utopía no es Münster. El ensueño de un humanista cultivado, amigo de Erasmo, de Vives y de Budé, elegante latinista, conocedor del griego y admirador de Platón, santo de la iglesia católica, ha de ser por fuerza distinto de la pesadilla mesiánica y milenarista de Matthys y Bockelson. No faltan, sin embargo, puntos de contacto. En Utopía todo es común, incluso las viviendas se asignan por sorteo y por un número limitado de años[1]. No hay poligamia, pero las leyes señalan con claridad el número de miembros de cada familia. El hecho natural de que unas mujeres sean más prolíficas que otras halla fácil remedio mediante la cesión del exceso de hijos[2].

En la sociedad perfecta, según cuenta Hitlodeo, nadie posee nada propio, todos portan ropas sencillas e idénticas, comen siempre juntos y cada cierto tiempo deben dedicarse durante un año a la agricultura[3]. Quizá al lector actual todo esto le suene curiosamente familiar, como si hace poco hubiera visto algo parecido. Se trata, sin embargo, de ideas que ya fueron expuestas por Platón hace unos dos mil cuatrocientos años.

En 1602 el dominico Tommaso Campanella concluye en prisión una nueva visión de Utopía, a la que pone por título La Ciudad del Sol. Poco añade su obra a la de Moro fuera de unas plúmbeas disquisiciones astrológicas y de una curiosa insistencia, una vez más inspirada en Platón, en una estricta regulación de las relaciones sexuales. En la ciudad perfecta de nuestro fraile no existe la familia, sino que unos magistrados, imbuidos, claro está, de una alta sabiduría, determinan qué mujer debe aparearse con qué hombre y en qué momento. Se consiguen así dos objetivos: de una parte, sólo procrearán quienes se hallen en óptimas condiciones para engendrar hijos sanos, robustos y de ingenio despejado; de otra, como ningún hombre sabrá quién es su padre o quién es su hijo, todos se tratarán con tierno amor filial. No se piense, empero, que Campanella es un rígido moralista. Comprende que en ocasiones los varones, aunque por edad u otras circunstancias no se encuentren en el momento adecuado para procrear, sienten determinadas necesidades, cuya falta de satisfacción podría afectar negativamente a su serenidad de espíritu. Para aliviarlas, previa autorización del correspondiente magistrado, copularán con mujeres grávidas o estériles[4].

La última parte del libro la dedica Campanella a rebatir previsibles objeciones. Invoca en su favor la autoridad de Platón y de Moro, así como la de diversos padres de la Iglesia. La Ciudad del Sol, al contrario que Utopía, se presenta como posible. De un lado se proyecta en el pasado como la sociedad anterior a la expulsión del Paraíso; de otro se ofrece como promesa de un futuro por todos deseado.

... diremos que de nuestra parte se encuentra el ejemplo de Tomás Moro, recientemente martirizado, quien escribió su imaginaria República, denominada ‘Utopía’, la cual nos ha servido de ejemplo para las instituciones de la nuestra. Asimismo Platón presentó una idea de República que, aunque no puede íntegramente ponerse en práctica a causa de la corrupción de la naturaleza humana (como dicen los teólogos) muy bien habría podido subsistir en el estado de inocencia[5].

El mito clásico de la Edad de Oro se empareja en la mente del dominico con la narración bíblica del pecado original y de la consiguiente expulsión del Paraíso. Mas la Redención ha hecho posible la existencia de la República ideal:

... su posibilidad se demuestra con la vida de los primeros cristianos, entre los cuales la comunidad de bienes se estableció en tiempos de los Apóstoles[6].

Si no supiéramos que el autor permaneció veintisiete años en la cárcel y que sólo se libró de la pena de muerte gracias al oportuno fingimiento de un ataque de locura, algunos de sus razonamientos nos sorprenderían por lo atrevido:

Afirmo que semejante República es deseada por todos como el siglo de oro. Todos se la piden a Dios al suplicarle que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo. Si, a pesar de esto, no se practica, debe atribuirse a la malicia de los gobernantes quienes, en vez de someter a sus pueblos al imperio de la razón suprema, los tienen sujetos a ellos mismos. Además el uso y la experiencia demuestran que es posible cuanto hemos dicho, del mismo modo que (según San Juan Crisóstomo) es más natural vivir conforme a la razón que con arreglo al afecto sensual; y virtuosamente, más que viciosamente. Una prueba de esto son los monjes, sobre todo los anabaptistas, que viven en comunidad y, si profesaran los verdaderos dogmas de la fe, aprovecharían más en este género de vida. ¡Pluguiera al Cielo que no fuesen herejes y practicasen la justicia, como nosotros lo hacemos! Serían un ejemplo de su verdad. Mas no sé por qué necedad rechazan lo mejor[7].

Casi con seguridad se puede afirmar que Campanella no se refiere al anabaptismo violento de Matthys y Bockelson, sino a la corriente pacífica inspirada por Menno Simmons y David Joris. En cualquier caso, queda la imagen de un futuro consistente en la recuperación del estado de inocencia, es decir, en la construcción de un paraíso en que la conciencia individual quedaría anulada, anegada por la omnipotencia de lo colectivo; un mundo en el que no sólo no existirían las palabras “tuyo” y “mío”, sino en el que incluso “tú” y “yo” habríamos desaparecido sustituidos por “nosotros”. Da por sentado Campanella que tal futuro es deseado por todos y que además responde a la voluntad de Dios. Solo la maldad de los gobernantes impide la felicidad del género humano. Parece que solo un corto paso le separa de la afirmación de que existe una voluntad colectiva que trasciende y anula las voluntades individuales.




[1]  MORO, Tomás. Utopía.  Madrid. Alianza Editorial. 1984. p. 118
[2]  Ibidem. p. 128.
[3]  Ibidem. p. 114
[4]  CAMPANELLA, Tommaso. La Ciudad del Sol. En Utopías del Renacimiento. México. F.C.E. 1975.
    p. 160-161
[5]  Ibidem. p. 205
[6]  Ibidem. p. 208
[7]  Ibidem. p. 210

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