Francisco Javier Bernad Morales
Corría el año
1534 y Europa se agitaba en el torbellino de la revolución religiosa. Ya Lutero
había desautorizado a los extremistas que, so pretexto de seguir sus pasos
reformadores, se lanzaban contra las autoridades temporales, dispuestos a
edificar el Reino de Dios sobre la tierra. Vientos de jacquerie soplaban sobre Alemania y avivaban rescoldos de viejas
herejías. De nuevo se escuchaba la pregunta nunca contestada: cuando Adán araba
y Eva hilaba, ¿dónde estaba el señor? Los príncipes católicos y protestantes
olvidaban momentáneamente sus rencillas y se unían para ahogar en sangre la
revuelta campesina.
Pero la
historia no ha terminado. Münster, una pequeña ciudad de Westfalia, es presa de
la exaltación. La
muchedumbre sigue con fervor a los predicadores anabaptistas y termina por
entregar el poder a uno de ellos, Jan Matthys. Los disidentes, católicos y
protestantes, tanto da, son expulsados, y comienza la construcción del Reino de
Dios. Se presiente la inmediata venida de Cristo, pero esta solo se producirá
si los justos terminan con los malvados. Matthys decreta la propiedad común de
todos los bienes y ordena que los libros, excepto la Biblia, sean quemados.
Cuando muere en combate contra las tropas del obispo, le sucede su discípulo
Jan Bockelson, antiguo sastre de Leiden, quien se proclama a sí mismo rey y
profeta, y establece la
poligamia. Sus seguidores luchan con ardor, convencidos de
ser los únicos justos sobre la tierra y de que pronto dominarán el mundo, pero
su valor y su entrega no logran romper el cerco de la ciudad. El Reino
de Dios se sumerge más y más en la locura, hasta que finalmente sucumbe en una
orgía de muerte y destrucción ante el asalto de católicos y protestantes.
Retrocedamos
unos años. Lutero acaba de publicar sus tesis en Wittemberg, pero la tormenta
aún no devasta Europa. Las querellas entre príncipes y la amenaza turca
proyectan algunas sombras sobre un panorama que, visto con los cosmopolitas
ojos de los humanistas, se antoja risueño. Colón ha mostrado a los europeos un
mundo ignorado, un nuevo escenario donde cabe toda fantasía. Erasmo y Vives
abanderan una pacífica cruzada contra el fanatismo y la superstición. Moro ,
inspirado en Platón, esboza la sociedad perfecta.
Su obra,
titulada Utopía, es un libro breve,
elegante y delicioso. Como un exquisito veneno seduce el gusto para mejor
oscurecer el discernimiento; como una ponzoña espiritual apela a los buenos
sentimientos para justificar la más despiadada tiranía. En la sociedad utópica,
el bien de la colectividad se alcanza mediante el sacrificio de los individuos.
Utopía no es
el Reino de Dios imaginado por Matthys y
Bockelson. Moro conscientemente la sitúa en un lugar impreciso, quizá fuera del
espacio y del tiempo, en el mundo perfecto e inmutable de las ideas. El mismo
autor se desdobla: de un lado Moro, es decir, el auténtico, con su verdadero
nombre; de otro Rafael Hitlodeo, el viajero que ha vivido en Utopía. El
artificio permite al autor mantener la distancia entre lo real y lo ideal. Moro
podrá escuchar con interés y hasta apasionamiento la exposición de Hitlodeo y,
acto seguido, manifestar sus reservas. Hitlodeo, por su parte, se resistirá a
las exhortaciones de Moro para que utilice su sabiduría para mejorar el mundo.
No hay puente posible entre lo ideal y lo real, entre Hitlodeo y Moro. Utopía
nunca existirá sobre la
tierra. Hitlodeo proseguirá sus viajes y describirá Utopía a
todo aquel que se muestre dispuesto a escucharle. Moro continuará su labor como
consejero del rey. No aspirará en tanto que político a construir esa sociedad
perfecta que le ha sido revelada, pero tampoco será un acomodaticio
oportunista. Llegado el momento dará una lección de suprema dignidad, al
preferir la muerte antes que secundar una decisión que estima injusta. Münster
cayó en junio de 1535. A
principios de julio, el hacha del verdugo segó la cabeza de Santo Tomás Moro.
Utopía no es
Münster. El ensueño de un humanista cultivado, amigo de Erasmo, de Vives y de
Budé, elegante latinista, conocedor del griego y admirador de Platón, santo de
la iglesia católica, ha de ser por fuerza distinto de la pesadilla mesiánica y
milenarista de Matthys y Bockelson. No faltan, sin embargo, puntos de contacto.
En Utopía todo es común, incluso las viviendas se asignan por sorteo y por un
número limitado de años[1]. No hay poligamia, pero
las leyes señalan con claridad el número de miembros de cada familia. El hecho
natural de que unas mujeres sean más prolíficas que otras halla fácil remedio
mediante la cesión del exceso de hijos[2].
En la sociedad
perfecta, según cuenta Hitlodeo, nadie posee nada propio, todos portan ropas
sencillas e idénticas, comen siempre juntos y cada cierto tiempo deben
dedicarse durante un año a la agricultura[3]. Quizá al lector actual
todo esto le suene curiosamente familiar, como si hace poco hubiera visto algo
parecido. Se trata, sin embargo, de ideas que ya fueron expuestas por Platón
hace unos dos mil cuatrocientos años.
En 1602 el
dominico Tommaso Campanella concluye en prisión una nueva visión de Utopía, a
la que pone por título La Ciudad del Sol.
Poco añade su obra a la de
Moro fuera de unas plúmbeas disquisiciones astrológicas y de
una curiosa insistencia, una vez más inspirada en Platón, en una estricta
regulación de las relaciones sexuales. En la ciudad perfecta de nuestro fraile
no existe la familia, sino que unos magistrados, imbuidos, claro está, de una
alta sabiduría, determinan qué mujer debe aparearse con qué hombre y en qué
momento. Se consiguen así dos objetivos: de una parte, sólo procrearán quienes
se hallen en óptimas condiciones para engendrar hijos sanos, robustos y de
ingenio despejado; de otra, como ningún hombre sabrá quién es su padre o quién
es su hijo, todos se tratarán con tierno amor filial. No se piense, empero, que
Campanella es un rígido moralista. Comprende que en ocasiones los varones,
aunque por edad u otras circunstancias no se encuentren en el momento adecuado
para procrear, sienten determinadas necesidades, cuya falta de satisfacción
podría afectar negativamente a su serenidad de espíritu. Para aliviarlas,
previa autorización del correspondiente magistrado, copularán con mujeres
grávidas o estériles[4].
La última
parte del libro la
dedica Campanella a rebatir previsibles objeciones. Invoca en
su favor la autoridad de Platón y de Moro, así como la de diversos padres de la Iglesia. La Ciudad
del Sol, al contrario que Utopía, se presenta como posible. De un lado se
proyecta en el pasado como la sociedad anterior a la expulsión del Paraíso; de
otro se ofrece como promesa de un futuro por todos deseado.
... diremos que de nuestra parte se encuentra el
ejemplo de Tomás Moro, recientemente martirizado, quien escribió su imaginaria
República, denominada ‘Utopía’, la cual nos ha servido de ejemplo para las
instituciones de la
nuestra. Asimismo Platón presentó una idea de República que,
aunque no puede íntegramente ponerse en práctica a causa de la corrupción de la
naturaleza humana (como dicen los teólogos) muy bien habría podido subsistir en
el estado de inocencia[5].
El mito clásico
de la Edad de Oro se empareja en la mente del dominico con la narración bíblica
del pecado original y de la consiguiente expulsión del Paraíso. Mas la
Redención ha hecho posible la existencia de la República ideal:
... su
posibilidad se demuestra con la vida de los primeros cristianos, entre los
cuales la comunidad de bienes se estableció en tiempos de los Apóstoles[6].
Si no
supiéramos que el autor permaneció veintisiete años en la cárcel y que sólo se
libró de la pena de muerte gracias al oportuno fingimiento de un ataque de
locura, algunos de sus razonamientos nos sorprenderían por lo atrevido:
Afirmo que semejante República es deseada por todos
como el siglo de oro. Todos se la piden a Dios al suplicarle que se cumpla su
voluntad en la tierra como en el cielo. Si, a pesar de esto, no se practica,
debe atribuirse a la malicia de los gobernantes quienes, en vez de someter a
sus pueblos al imperio de la razón suprema, los tienen sujetos a ellos mismos.
Además el uso y la experiencia demuestran que es posible cuanto hemos dicho,
del mismo modo que (según San Juan Crisóstomo) es más natural vivir conforme a
la razón que con arreglo al afecto sensual; y virtuosamente, más que
viciosamente. Una prueba de esto son los monjes, sobre todo los anabaptistas,
que viven en comunidad y, si profesaran los verdaderos dogmas de la fe,
aprovecharían más en este género de vida. ¡Pluguiera al Cielo que no fuesen
herejes y practicasen la justicia, como nosotros lo hacemos! Serían un ejemplo
de su verdad. Mas no sé por qué necedad rechazan lo mejor[7].
Casi con
seguridad se puede afirmar que Campanella no se refiere al anabaptismo violento
de Matthys y Bockelson, sino a la corriente pacífica inspirada por Menno
Simmons y David Joris. En cualquier caso, queda la imagen de un futuro
consistente en la recuperación del estado de inocencia, es decir, en la
construcción de un paraíso en que la conciencia individual quedaría anulada,
anegada por la omnipotencia de lo colectivo; un mundo en el que no sólo no
existirían las palabras “tuyo” y “mío”, sino en el que incluso “tú” y “yo”
habríamos desaparecido sustituidos por “nosotros”. Da por sentado Campanella
que tal futuro es deseado por todos y que además responde a la voluntad de
Dios. Solo la maldad de los gobernantes impide la felicidad del género humano.
Parece que solo un corto paso le separa de la afirmación de que existe una
voluntad colectiva que trasciende y anula las voluntades individuales.
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