Me parece sumamente ilustrativa la manera en
que Cervantes aborda el problema de la limpieza de sangre. Como es sabido, tras
la conversión forzosa de judíos y musulmanes durante el reinado de Isabel de
Castilla y Fernando de Aragón, todos los habitantes de sus reinos eran
oficialmente cristianos. En consecuencia, quedaban sujetos a la vigilancia de
la Inquisición, encargada de que no se apartaran de las doctrinas y prácticas
de la religión verdadera. Obviamente, muchos aceptaron el bautismo como último medio
de evitar la expulsión de los lugares en que sus familias habían habitado en
ocasiones durante siglos; con lo que, si el objetivo era alcanzar la unidad religiosa,
se creó un nuevo problema: el de los conversos. Estas gentes recién bautizadas, son miradas
con recelo, pues su sinceridad resulta siempre sospechosa. Aparece así la
distinción entre cristianos viejos y nuevos: de un lado aquellos que los son
por tradición familiar inmemorial, y de otro quienes cuentan con antepasados
judíos o musulmanes. La situación de estos últimos no hace sino empeorar a lo
largo de la segunda mitad del siglo XVI, coincidiendo con el reinado de Felipe
II. Poco a poco se imponen los llamados estatutos de limpieza de sangre, por los
que quienes aspiran a desempeñar cargos públicos o a ingresar en colegios
mayores e incluso en órdenes religiosas,
se ven obligados a demostrar que todos sus abuelos fueron cristianos. De
esta manera, lo que inicialmente fue una discriminación religiosa adquiere
tintes claramente racistas.
Son varias las ocasiones en que Cervantes
aborda el problema de la limpieza de sangre. Recordemos, por ejemplo, el
entremés El retablo de las maravillas,
una versión del tradicional cuento del traje nuevo del emperador. En esta
ocasión, unos embaucadores montan un teatrillo en un pueblo y hacen creer a los
lugareños que el espectáculo solo será visible para quienes no cuenten entre
sus antepasados sino a auténticos cristianos. Nadie ve nada, pero todos alaban
la obra por el temor de delatarse ante sus vecinos como descendientes de
musulmanes o judíos. En La elección de
los alcaldes de Daganzo, trata este asunto con un atrevimiento
sorprendente. El bachiller interroga a los candidatos a la alcaldía:
Bach: ¿Sabéis leer, Humillos?
Hum: No,
por cierto,
ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento,
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero,
y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé, más sé otras cosas tales,
que llevan al leer ventajas muchas.
ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento,
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero,
y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé, más sé otras cosas tales,
que llevan al leer ventajas muchas.
Bach: Y, ¿cuáles cosas son?
Hum: Sé
de memoria
todas cuatro oraciones, y las rezo
cada semana cuatro y cinco veces.
todas cuatro oraciones, y las rezo
cada semana cuatro y cinco veces.
Bach: Y ¿con eso pensáis de ser alcalde?
El cristiano viejo se muestra, pues, como un
personaje orgulloso de su ignorancia, convencido de que la lectura conduce a
los hombres a la hoguera y a las mujeres a la prostitución. Cómo no pensar al
leerlo que Antonio Machado tuvo este episodio en la memoria al escribir en Campos de Castilla:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
La limpieza de sangre era un motivo de
orgullo para los estratos más bajos de la sociedad. Ya que carecían de riquezas
y de poder, al menos podían alardear de ser cristianos viejos, lo que les
colocaba automáticamente en una situación de superioridad respecto de los
conversos, cuya posición, aunque en ocasiones económica y socialmente
desahogada, siempre resultaba insegura ante el constante escrutinio de la
Inquisición. En El Quijote, es
Sancho, nunca su amo, quien repetidas veces alude a la pureza religiosa de su
linaje. Pese a ello, cuando Sancho
encuentra a su vecino, el morisco Ricote (II, LIV), quien desafiando la orden
de expulsión ha vuelto a España, mantiene con él una conversación amistosa y ni
por un momento piensa en denunciarle. Antes al contrario, se despide de él
deseándole suerte de todo corazón. Es obvio que Sancho, aunque presuma de sus
cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo, no ve en el morisco a un enemigo,
sino a un vecino castigado por la fortuna. Para él, por más que se haya hecho
un tópico de su simpleza, Ricote es un ser humano al que mira a los ojos y a
quien desea con sinceridad la mejor de las venturas. Puede despreciar al
cristiano nuevo abstracto, pero no a la persona cuyo rostro mira.
La historia del cautivo (I, XXXVII-XLII) es
una muestra más de la libertad con que Cervantes trata el problema de la
limpieza de sangre. No es necesario resumir lo ocurrido. Baste para nuestro
propósito tomar una cita del desenlace:
el momento en que el oidor y el capitán se reconocen como hermanos:
Viendo, pues, el
cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el
capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes y, así, se levantó de la
mesa y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se
vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a
ver lo que el cura quería hacer, que fue que, tomándole a él asimismo de la
otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los demás caballeros
estaban, y dijo.
-Cesen, señor oidor, vuestras
lágrimas y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues
tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Este que aquí
veis es el capitán Viedma, y esta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. (I,
XLII)
Zoraida, enamorada, ha ayudado al capitán a
escapar de Argel y se ha convertido al cristianismo, aunque aún no está
bautizada. Todos saben que los hijos que puedan nacer de la unión entre ambos
serán de sangre manchada, pero ninguno, empezando por el cura, muestra el menor
rechazo. Poco más abajo leemos:
Allí abrazó el
oidor a Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo que la abrazase su
hija, allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de
todos. (I, XLII)
Es de destacar el papel que el cura desempeña
en la escena. De él parte la iniciativa de revelar al oidor que Zoraida es su cuñada, pese a que la boda entre esta y el capitán aún no se ha celebrado, y lo hace sin escatimar elogios para la muchacha.
La piedad de Cervantes no se limita a los
conversos. También los musulmanes que perseveran en su fe se muestran como
seres humanos dotados de sentimientos nobles. El padre de Zoraida es un buen
hombre que ama sinceramente a su hija y a quien duele en lo más hondo que esta
le abandone para marchar con un cristiano, pero no reacciona de manera
vengativa. Al quedar en tierra, mientras ella se aleja grita:
-Vuelve, amada hija, vuelve a
tierra que todo te lo perdono, entrega a esos hombres ese dinero, que ya es
suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena
dejará la vida si tú lo dejas. (I, XLI).
Volvemos a ver a Ricote de manera inesperada
en Barcelona, donde se reencuentra con su hija. El episodio permite al autor alabar
inequívocamente la clemencia del virrey, cuando este perdona la vida a dos
turcos a quienes el general de las galeras pretende ahorcar por haber dado
muerte a unos soldados cristianos (II, LXIII).
Cervantes, tras varios años de cautiverio,
tenía motivos para mostrar odio o rencor hacia los musulmanes, pero nada de eso
se trasluce en su obra. Al contrario, en ella hallamos a menudo respeto y comprensión,
no por el islam, sino por las personas que lo profesan. El modo en que los
retrata, me trae a la memoria, como contraste, la forma en que Christopher
Marlowe, en la misma época, deshumaniza de manera inmisericorde a los judíos[2].
Para Cervantes, el otro puede ser un adversario religioso o político, pero, por
encima de cualquier enemistad, es el prójimo: alguien a quien, como manda el
Señor, debe amar como a sí mismo[3].
[1] CERVANTES, Miguel de, Entremeses, Madrid, Taurus, 1982, p.
73-74.
[2] Barrabás en El judío de Malta (1589) es un auténtico monstruo capaz de los
crímenes más atroces. Nada hay en él de humano. En su alma no cabe ningún
sentimiento de ternura o de simpatía, ni siquiera de amor a su propia hija.
[3] Levítico (19,
17-18). El mandamiento nuevo de Jesús añade al antiguo el ejemplo de su propio
amor: “Os doy un mandato nuevo: que os améis mutuamente; que como yo os he
amado os améis mutuamente.” (Jn, 13,
34)
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