28 octubre 2012

Religión y ética en Miguel de Cervantes (II)

Francisco Javier Bernad Morales

Me parece sumamente ilustrativa la manera en que Cervantes aborda el problema de la limpieza de sangre. Como es sabido, tras la conversión forzosa de judíos y musulmanes durante el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, todos los habitantes de sus reinos eran oficialmente cristianos. En consecuencia, quedaban sujetos a la vigilancia de la Inquisición, encargada de que no se apartaran de las doctrinas y prácticas de la religión verdadera. Obviamente, muchos aceptaron el bautismo como último medio de evitar la expulsión de los lugares en que sus familias habían habitado en ocasiones durante siglos; con lo que, si el objetivo era alcanzar la unidad religiosa, se creó un nuevo problema: el de los conversos.  Estas gentes recién bautizadas, son miradas con recelo, pues su sinceridad resulta siempre sospechosa. Aparece así la distinción entre cristianos viejos y nuevos: de un lado aquellos que los son por tradición familiar inmemorial, y de otro quienes cuentan con antepasados judíos o musulmanes. La situación de estos últimos no hace sino empeorar a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, coincidiendo con el reinado de Felipe II. Poco a poco se imponen los llamados estatutos de limpieza de sangre, por los que quienes aspiran a desempeñar cargos públicos o a ingresar en colegios mayores e incluso en órdenes religiosas,  se ven obligados a demostrar que todos sus abuelos fueron cristianos. De esta manera, lo que inicialmente fue una discriminación religiosa adquiere tintes claramente racistas.

Son varias las ocasiones en que Cervantes aborda el problema de la limpieza de sangre. Recordemos, por ejemplo, el entremés El retablo de las maravillas, una versión del tradicional cuento del traje nuevo del emperador. En esta ocasión, unos embaucadores montan un teatrillo en un pueblo y hacen creer a los lugareños que el espectáculo solo será visible para quienes no cuenten entre sus antepasados sino a auténticos cristianos. Nadie ve nada, pero todos alaban la obra por el temor de delatarse ante sus vecinos como descendientes de musulmanes o judíos. En La elección de los alcaldes de Daganzo, trata este asunto con un atrevimiento sorprendente. El bachiller interroga a los candidatos a la alcaldía:

Bach: ¿Sabéis leer, Humillos?
Hum:                                                    No, por cierto,
                ni tal se probará que en mi linaje
                haya persona de tan poco asiento,
                que se ponga a aprender esas quimeras
                que llevan a los hombres al brasero,
                y a las mujeres a la casa llana.
                Leer no sé, más sé otras cosas tales,
                que llevan al leer ventajas muchas.
Bach: Y, ¿cuáles cosas son?
Hum:                                                    Sé de memoria
                todas cuatro oraciones, y las rezo
                cada semana cuatro y cinco veces.
Bach: Y ¿con eso pensáis de ser alcalde?
Hum: Con eso y con ser cristiano viejo,
                me atrevo a ser un senador romano.
[1]

El cristiano viejo se muestra, pues, como un personaje orgulloso de su ignorancia, convencido de que la lectura conduce a los hombres a la hoguera y a las mujeres a la prostitución. Cómo no pensar al leerlo que Antonio Machado tuvo este episodio en la memoria al escribir en Campos de Castilla:

Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.


La limpieza de sangre era un motivo de orgullo para los estratos más bajos de la sociedad. Ya que carecían de riquezas y de poder, al menos podían alardear de ser cristianos viejos, lo que les colocaba automáticamente en una situación de superioridad respecto de los conversos, cuya posición, aunque en ocasiones económica y socialmente desahogada, siempre resultaba insegura ante el constante escrutinio de la Inquisición. En El Quijote, es Sancho, nunca su amo, quien repetidas veces alude a la pureza religiosa de su linaje.  Pese a ello, cuando Sancho encuentra a su vecino, el morisco Ricote (II, LIV), quien desafiando la orden de expulsión ha vuelto a España, mantiene con él una conversación amistosa y ni por un momento piensa en denunciarle. Antes al contrario, se despide de él deseándole suerte de todo corazón. Es obvio que Sancho, aunque presuma de sus cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo, no ve en el morisco a un enemigo, sino a un vecino castigado por la fortuna. Para él, por más que se haya hecho un tópico de su simpleza, Ricote es un ser humano al que mira a los ojos y a quien desea con sinceridad la mejor de las venturas. Puede despreciar al cristiano nuevo abstracto, pero no a la persona cuyo rostro mira.

La historia del cautivo (I, XXXVII-XLII) es una muestra más de la libertad con que Cervantes trata el problema de la limpieza de sangre. No es necesario resumir lo ocurrido. Baste para nuestro propósito  tomar una cita del desenlace: el momento en que el oidor y el capitán se reconocen como hermanos:

Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes y, así, se levantó de la mesa y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que, tomándole a él asimismo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo.
-Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Este que aquí veis es el capitán Viedma, y esta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. (I, XLII)

Zoraida, enamorada, ha ayudado al capitán a escapar de Argel y se ha convertido al cristianismo, aunque aún no está bautizada. Todos saben que los hijos que puedan nacer de la unión entre ambos serán de sangre manchada, pero ninguno, empezando por el cura, muestra el menor rechazo. Poco más abajo leemos:

Allí abrazó el oidor a Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo que la abrazase su hija, allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos. (I, XLII)

Es de destacar el papel que el cura desempeña en la escena. De él parte la iniciativa de revelar al oidor que Zoraida es su cuñada, pese a que la boda entre esta y el capitán aún no se ha celebrado, y lo hace sin escatimar elogios para la muchacha.

La piedad de Cervantes no se limita a los conversos. También los musulmanes que perseveran en su fe se muestran como seres humanos dotados de sentimientos nobles. El padre de Zoraida es un buen hombre que ama sinceramente a su hija y a quien duele en lo más hondo que esta le abandone para marchar con un cristiano, pero no reacciona de manera vengativa. Al quedar en tierra, mientras ella se aleja grita:

-Vuelve, amada hija, vuelve a tierra que todo te lo perdono, entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida si tú lo dejas. (I, XLI).

Volvemos a ver a Ricote de manera inesperada en Barcelona, donde se reencuentra con su hija. El episodio permite al autor alabar inequívocamente la clemencia del virrey, cuando este perdona la vida a dos turcos a quienes el general de las galeras pretende ahorcar por haber dado muerte a unos soldados cristianos (II, LXIII).

Cervantes, tras varios años de cautiverio, tenía motivos para mostrar odio o rencor hacia los musulmanes, pero nada de eso se trasluce en su obra. Al contrario, en ella hallamos a menudo respeto y comprensión, no por el islam, sino por las personas que lo profesan. El modo en que los retrata, me trae a la memoria, como contraste, la forma en que Christopher Marlowe, en la misma época, deshumaniza de manera inmisericorde a los judíos[2]. Para Cervantes, el otro puede ser un adversario religioso o político, pero, por encima de cualquier enemistad, es el prójimo: alguien a quien, como manda el Señor, debe amar como a sí mismo[3].



[1] CERVANTES, Miguel de, Entremeses, Madrid, Taurus, 1982, p. 73-74.
[2] Barrabás en El judío de Malta (1589) es un auténtico monstruo capaz de los crímenes más atroces. Nada hay en él de humano. En su alma no cabe ningún sentimiento de ternura o de simpatía, ni siquiera de amor a su propia hija.
[3] Levítico (19, 17-18). El mandamiento nuevo de Jesús añade al antiguo el ejemplo de su propio amor: “Os doy un mandato nuevo: que os améis mutuamente; que como yo os he amado os améis mutuamente.” (Jn, 13, 34)

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