Ramón Sala OSA
Estudio Teológico Agustiniano (Valladolid)
El día 7 de Junio de 2012 se ha
cumplido el centenario de la publicación de la encíclica del Papa san Pío X que
lleva el llamativo título de “Lacrimabili
statu indorum” (“La deplorable condición de los indígenas”). Se trata de un
documento breve y desafortunadamente poco conocido –y menos divulgado– en
defensa de las poblaciones indígenas. Fue dirigido por Pío X al episcopado
latinoamericano en el tramo final de su Pontificado –dos años antes de su
muerte– y, un siglo después, resulta un texto de rabiosa actualidad.
Un texto breve y olvidado.
Ciertamente esta encíclica
pontificia de tan sólo siete números o parágrafos, comparada con otras de la
doctrina social de la Iglesia, resulta minúscula. Basta pensar, por ejemplo, en
la amplitud de la encíclica Rerum novarum
de su antecesor León XIII (1891), pionera en la llamada “cuestión social”. Por
otra parte, no sólo por su extensión, sino también por su contenido, dado que
aborda una temática muy específica, quizás se pueda considerar precursora o al
menos emparentada con el género de las encíclicas posteriores de Pío XI contra
la persecución religiosa en México (Acerba
animi anxietudo) y frente al nacionalsocialismo (Mit brennender sorge).
La valiente defensa de los derechos
de los pueblos indígenas de Latinoamérica que contiene Lacrimabili statu no ha tenido en estos cien años la difusión que
hubiera cabido esperar tanto ad intra,
como ad extra. Me parece un ejemplo
significativo en el ámbito intraeclesial que el Denzinger la ignore por
completo. Mientras que el más importante repertorio del magisterio de la
Iglesia reseña ampliamente otras encíclicas de San Pío X como la Pascendi (DH 3475-3500), e incluso otros
textos pontificios de inferior rango como el decreto “Lamentabili” (DH 3401-3466), no hay en él ni una línea sobre
nuestro documento. Por otra parte, ahora respecto a su divulgación externa,
llama la atención que el texto oficial de un documento que trata de
Latinoamérica y que fue dirigido a un episcopado mayoritariamente de lengua
española, solamente sea accesible hoy en inglés (?) a través la web de la Santa
Sede (www.vatican.va).
La Carta encíclica “Immensa
pastorum” (1741)
San Pío X introduce su alocución
en continuidad con la línea magisterial de la encíclica de Benedicto XIV contra
la esclavitud de los indígenas (otra inexplicable omisión del Denzinger). El
Pontífice se congratula de que la esclavitud haya sido ya abolida totalmente por
los estados y evoca la inequívoca toma de posición de la Iglesia al respecto
como un factor determinante para ello en muchas regiones del continente
sudamericano. “Sin embargo, aún cuando
algo se ha hecho en favor de los indios, no obstante es mucho lo que resta por
hacer. En verdad cuando examinamos los crímenes y las maldades, que aún ahora
suelen cometerse con ellos, ciertamente quedamos horrorizados y profundamente
conmovidos” (1).
Gracias a Dios los horrendos “crímenes
y maldades” a los que se refería el Papa en 1912 (crueles matanzas, devastación
de pueblos enteros, torturas, violaciones…), como –por ejemplo– los cometidos
por los caucheros en el Putumayo y en otras regiones de la Amazonía, han sido
felizmente erradicados. Pero las poblaciones indígenas continúan hoy sufriendo
explotación. También en el s. XXI “los
privan de sus bienes”. Siguen siendo expoliadas de sus recursos por las
industrias madereras y las petroleras, que, además, contaminan sus ríos,
destruyendo su fauna y envenenando a los pobladores. Y, sobre todo, la causa de
tales injusticias sigue siendo la misma: “el
inmoderado deseo de lucro” (2).
Una firme y urgente apelación
En su encíclica Pío X lanza una
nueva apelación a los obispos de la región en la convicción de que es
imprescindible la implicación de las Iglesias locales en defensa de la dignidad
humana a fin de que sean realmente efectivas las medidas gubernamentales en ese
sentido. “Apelamos a vosotros, venerables
hermanos, a fin de que apoyéis esta causa con especial cuidado y
resolución, ya que es del todo digna de vuestro oficio pastoral y de
vuestro deber. Y dejando de lado las demás cosas de vuestra solicitud y
diligencia, os exhortamos encarecidamente ante todo, que todas aquellas
cosas que, en vuestras diócesis, están instituidas
para el bien de los indígenas, las fomentéis y promováis con toda vuestra
preocupación, y al mismo tiempo cuidéis de instituir aquellas otras
que puedan ser necesarias al mismo fin” (5). Para el Santo Papa la causa indígena no debería ser una tarea
apostólica más entre otras, sino que, dadas las circunstancias, no duda en
afirmar que se trata de una prioridad “digna de vuestro oficio pastoral”. Llega
a afirmar incluso que, ante esa urgencia, todo otro empeño apostólico, por
importante que parezca, debe ser postergado. Así lo reclama cuando pide a los
obispos que se preocupen por trasmitir fielmente esta enseñanza dondequiera que
se ofrezca instrucción moral (en los seminarios, en las escuelas, en las
iglesias).
Este claro posicionamiento
pontificio no sólo representa una contribución más de la Doctrina Social de la
Iglesia en el camino hacia el reconocimiento universal de los derechos humanos
(1948), sino que se anticipa varias décadas a un importante aserto de la
Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II (1965). En efecto, podemos leer
en ese documento conciliar un texto muy iluminador sobre la siempre
controvertida cuestión de la implicación de la Iglesia en el orden temporal.
Aunque su misión es principalmente de orden espiritual, la Iglesia tiene que “meterse”
en política “cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la
salvación de las almas” (GS 76e).
Por otra parte, hay que subrayar
que lo que podemos llamar dimensión política de la caridad transciende los postulados
morales de la Doctrina Social y tiene un fundamento propiamente teológico, como
reconoce expresamente también la encíclica Lacrimabili
statu: “la caridad cristiana, que
abraza a todos los hombres, sin distinción de nacionalidad ni de color, como verdaderos
hermanos, debe ser continuamente
predicada y encomendada. Y esta caridad debe manifestarse no tanto con palabras,
como con hechos” (5). Dicho de otro modo, para la Iglesia, la denuncia de
los ataques contra la dignidad de los indígenas no sólo es una exigencia de la
moral cristiana (basada en la igual dignidad de todos los hombres a los ojos de
Dios), sino que representa también una tarea pastoral, que tiene como
presupuesto la fe en un solo Dios Padre de todos y en un solo Señor Jesucristo,
en quien todos somos hermanos.
“Anatema sit”
El Pontífice condena sin
paliativos –con el lenguaje del anatema propio de la época– una pormenorizada serie
de agresiones contra las poblaciones indígenas, que califica de “graves
crímenes”. Los enumera por este orden: 1) el sometimiento o reducción a
condiciones de esclavitud; 2) la compraventa de personas; 3) el tráfico de
personas; 4) la separación forzosa de las familias; 5) la privación de sus
bienes y posesiones; 6) las deportaciones forzosas. Este rico elenco de
violaciones de los derechos humanos concluye con una fórmula abierta de
carácter inclusivo (“cualquier otra forma de robo o privación de libertad, toda
forma discriminación racial, predicar o enseñar a otros lo que es ilegal o
cooperar a ello de cualquier modo”). Sirve para extender la condena también a cualesquiera
otros supuestos no mencionados de forma explícita. En todos los casos, Pío X
considera que se trata de pecados graves cuyo perdón queda reservado a los
Ordinarios.
Con mucho pesar tenemos que
reconocer que muchas de las agresiones condenadas en la encíclica hace cien
años persisten todavía. Muy sutilmente mimetizadas, pero presentes a fin de
cuentas. La esclavitud pervive en nuevas formas de sometimiento y dependencia.
Se sigue poniendo precio a los silencios y a las complicidades. Se amasan fortunas
haciendo negocios con la prostitución y el narcotráfico. Se saquea, se expolia
y se fuerza a abandonar sus tierras a los que el Papa San Pío X reconocía como
“los nativos que primero habitaron la
tierra americana” (5).
Conclusión
Un siglo después, la encíclica Lacrimabili statu sigue siendo uno de
los textos emblemáticos del magisterio pontificio en pro de la libertad de los
pueblos indígenas y un referente del compromiso activo de la iglesia latinoamericana
con “una causa en la que tanto la
religión como la dignidad humana están implicadas” (7).
Sirvan estas líneas para rendir
un doble homenaje. Ante todo, a los miembros de las poblaciones indígenas de
Latinoamérica que, por desgracia, tienen que seguir luchando por su supervivencia
frente a los poderosos de este mundo, para liberarse de “la esclavitud de Satán y de los hombres perversos” (6). También, en
segundo lugar, a todos aquellos hombres y mujeres que, en el desempeño de su
labor evangelizadora y social en el continente latinoamericano, hacen propia
cada día la causa de los pueblos indígenas.
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