San León Magno
Que nuestra alma, iluminada por
el Espíritu de verdad, reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz que
irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor
quiso significar cuando, hablando de la pasión cercana, dijo: Ha llegado la
hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Y más adelante: Ahora mi alma
está agitada, y, ¿qué diré ? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he
venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo. Y como se oyera la voz del
Padre, que decía desde el cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo,
dijo Jesús a los que le rodeaban: Esta voz no ha venido por mi, sino por
vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a
ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí. ¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella
podemos admirar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del
Crucificado. Atrajiste a todos hacia ti, Señor, porque la devoción de todas las
naciones de la tierra puede celebrar ahora con sacramentos eficaces y de
significado claro, lo que antes solo podía celebrarse en el templo de Jerusalén
y únicamente por medio de símbolos y figuras. Ahora, efectivamente, brilla con mayor
esplendor el orden de los levitas, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más
santa la unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las
bendiciones y origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran
fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte. Ahora al
cesar la multiplicidad de los sacrificios carnales, la sola ofrenda de tu
cuerpo y sangre lleva a realidad todos los antiguos sacrificios, porque tú eres
el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; de esta forma en ti
encuentran su plenitud todas las antiguas figuras y así como un solo sacrificio
suple todas las antiguas víctimas, Así un solo reino congrega a todos los
hombres. Confesemos, pues, amadísimos, lo que el bienaventurado maestro de los
gentiles, el apóstol Pablo, confesó con gloriosa voz diciendo: Podéis fiaros y
aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar
a los pecadores. Aquí radica la maravillosa misericordia de Dios para con
nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los santos, sino por los
pecadores y por los impíos; y como la naturaleza divina no podía sufrir el
suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que pudiera ofrecer por
nosotros. Efectivamente, en tiempos antiguos, Dios amenazaba ya con el poder de
su muerte a nuestra muerte profetizando por medio de Oseas: Oh muerte, yo seré
tu muerte; yo seré tu ruina, infierno. En efecto, si Cristo al morir tuvo que
acatar la ley del sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó hasta tal punto
que echó por tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en
temporal, ya que si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la
vida.
Sermón 8 sobre la pasión del Señor 6-8
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