En el día de hoy celebramos la festividad de la Conversión de San Agustín en la familia agustiniana. Por este motivo, presentamos una excelente catequesis de Benedicto XVI, publicada en febrero de 2008, sobre la figura del santo de Hipona, en particular sobre su experiencia interior de conversión.
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de
la figura de san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos
aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia
interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia
cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la
peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos
mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda
la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y
reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el
influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín
sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que
constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de
Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia
conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y
fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la
conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el
inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue
siendo un modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y
después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año
387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san
Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el
final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se
pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde
el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de
conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al
cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que
siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su
juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda
atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo
subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había
contribuido a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos,
la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la
razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este
Logos, que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en
la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín
sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las
Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado
a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que
nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee»
(VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre del
monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco
antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta
a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a
revestirse de Cristo (Rm13, 13-14).
Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se
dirigían personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le
indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las
tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo:
«Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue
la conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su
largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo
llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender
que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a
nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo
llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la
verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente
un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo
tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos
necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había
concluido con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó
un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para
dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida.
Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la
amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta
que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir
a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al
servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio
comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para
los demás, y no simplemente para su contemplación privada.
Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación,
san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto
de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la
gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su
ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que
describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente
predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una
gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con
este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo.
Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con
sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una
tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida.
Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con
Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a
la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el
bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida
comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones
sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos
ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y
completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de
ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él.
Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta
humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da
la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió
con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.
Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús
lo introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San
Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento,
en los últimos años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus
numerosísimas obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de
este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe
humilde y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de
Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este
originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que
las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo:
en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros,
incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo
siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano,
para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi
peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al
mundo, ante la tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus
caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al
pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer
y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con
él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el
que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de
nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al
futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos
salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe
salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la
oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia
él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y
nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6).
Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para
que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran
convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús,
el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la
verdadera vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario