Presentamos una meditación del cardenal Ratzinger, escrita en 2006, sobre el silencio de Dios, experimentado el día de Sábado Santo, y la urgencia de un rayo de luz pascual en nuestra vida.
La afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez con más
fuerza, a lo largo de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean Paul, como
una simple pesadilla. Jesús muerto proclama a los muertos desde el techo del
mundo que en su viaje al más allá no ha encontrado nada: ningún cielo, ningún
dios remunerador, sino sólo la nada infinita, el silencio de un vacío absoluto.
Pero se trata simplemente de un sueño molesto, que alejamos suspirando al
despertarnos, aunque la angustia sufrida sigue preocupándonos en el fondo del
alma, sin deseos de retirarse. Cien años más tarde es Nietzsche quien, con
seriedad mortal, anuncia con un estridente grito de espanto: «¡Dios ha muerto!
¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinado!». Cincuenta años después se
habla ya del asunto con una serenidad casi académica y se comienza a construir
una «teología después de la muerte de Dios», que progresa y anima al hombre a
ocupar el puesto abandonado por Dios.
El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de
silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque
esto es el sábado santo: el día en que Dios se oculta, el día de esa inmensa
paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los
infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos
contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de
la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a
última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se
llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al
principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban
razón.
Sábado santo, día de la sepultura de Dios. ¿No es éste, de
forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro
siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que
incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y por
este motivo se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos
en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús,
sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos
dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la
tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía
crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que
decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de
ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal
y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico;
lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él
mismo, porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios
que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?
La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se
convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se
refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador.
Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su
radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es,
simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía
más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del
sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y
qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para
poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la
que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a través de las
ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que
sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios,
necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su
grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no
existiese.
Hay en el evangelio una escena que anticipa de forma
admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un
retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a
punto de zozobrar asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en
una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios
pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios
estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero
no duerme Dios en realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a
los creyentes del Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios
duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia
de nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote
que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios
está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que
despierte; pero él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos
ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda
era nuestra falta de fe.
Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que
sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente, y gritarte: ¡despierta! ¿no ves
que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean
eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros
cuando marchemos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu
cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al
final hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu
palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor,
ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.
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