San León Magno
No hay duda, amadísimos hermanos, que el Hijo de Dios, habiendo tomado la naturaleza humana, se unió a ella tan íntimamente, que no sólo en aquel hombre que es el primogénito de toda creatura, sino también en todos sus santos, no hay más que un solo y único Cristo; y, del mismo modo que no puede separarse la cabeza de los miembros, así tampoco los miembros pueden separarse de la cabeza.
Aunque no pertenece a la vida presente, sino a la eterna, el que Dios sea todo en todos, sin embargo, ya ahora, él habita de manera inseparable en su templo, que es la Iglesia, tal como prometió él mismo con estas palabras: Mirad, yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo.
Por tanto, todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó con miras a la reconciliación del mundo no sólo lo conocemos por el relato de sus hechos pretéritos, sino que también lo experimentamos por la eficacia de sus obras presentes.
Él mismo, nacido de la Virgen Madre por obra del Espíritu
Santo, es quien fecunda con el mismo Espíritu a su Iglesia incontaminada, para
que, mediante la regeneración bautismal, una multitud innumerable de hijos sea
engendrada para Dios, de los cuales se afirma que traen su origen no de la
sangre ni del deseo carnal ni de la voluntad del hombre, sino del mismo Dios.
Es en él mismo en quien es bendecida la posteridad de
Abraham por la adopción del mundo entero, y en quien el patriarca se convierte
en padre de las naciones, cuando los hijos de la promesa nacen no de la carne, sino
de la fe.
Él mismo es quien, sin exceptuar pueblo alguno, constituye,
de cuantas naciones hay bajo el cielo, un solo rebaño de ovejas santas,
cumpliendo así día tras día lo que antes había prometido: Tengo otras ovejas
que no son de este redil; es necesario que las recoja, y oirán mi voz, para que
se forme un solo rebaño y un solo pastor.
Aunque dijo a Pedro, en su calidad de jefe: Apacienta mis
ovejas, en realidad es él solo, el Señor, quien dirige a todos los pastores en
su ministerio; y a los que se acercan a la piedra espiritual él los alimenta
con un pasto tan abundante y jugoso, que un número incontable de ovejas,
fortalecidas por la abundancia de su amor, están dispuestas a morir por el
nombre de su pastor, como él, el buen Pastor, se dignó dar la propia vida por sus
ovejas.
Y no sólo la gloriosa fortaleza de los mártires, sino también
la fe de todos los que renacen en el bautismo, por el hecho mismo de su
regeneración, participan en sus sufrimientos.
Así es como celebramos de manera adecuada la Pascua del
Señor, con ázimos de pureza y de verdad: cuando, rechazando la antigua levadura
de maldad, la nueva creatura se embriaga y se alimenta del Señor en persona. La
participación del cuerpo y de la sangre del Señor, en efecto, nos convierte en
lo mismo que tomamos y hace que llevemos siempre en nosotros, en el espíritu y
en la carne, a aquel junto con el cual hemos muerto, bajado al sepulcro y
resucitado.Sermones
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