El Señor,
hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud
del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nadie tiene más amor
que el que da la vida por sus amigos. Consecuencia de ello es lo que nos dice
el mismo evangelista Juan en su carta: Cristo dio su vida por nosotros, también
nosotros debemos dar la vida por los hermanos, amándonos mutuamente como él nos
amó, que dio su vida por nosotros.
Es la misma
idea que encontramos en el libro de los Proverbios: Si te sientas a comer en la
mesa de un señor, mira con atención lo que te ponen delante, y pon la mano en
ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa de
tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de
aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la
misma con humildad. Mirar con atención lo que nos ponen delante equivale a
tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando
que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho
antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos
dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por
nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa
preparar algo semejante. Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un
amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos
a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es
necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo
semejante. Por esto, al reunimos junto a la mesa del Señor, no los recordamos del
mismo modo que a los demás que descansan en paz, para rogar por ellos, sino más
bien para que ellos rueguen por nosotros, a fin de que sigamos su ejemplo, ya
que ellos pusieron en práctica aquel amor del que dice el Señor que no hay otro
más grande. Ellos mostraron a sus hermanos la manera como hay que preparar algo
semejante a lo que también ellos habían tomado de la mesa del Señor.
Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros
pudiéramos igualarnos al Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el
testimonio de nuestra sangre. Él era libre para dar su vida y libre para volverla
a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no
queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos
librados de la muerte por su muerte; su carne no experimentó la corrupción, la
nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos
revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros para
salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros, sus sarmientos,
se nos dio como vida, nosotros, separados de él, no podemos tener vida.
Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos,
ningún mártir derrama su sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos,
como hizo él por nosotros, ya que en esto no nos dio un ejemplo que imitar, sino
un motivo para congratularnos. Los mártires, al derramar su sangre por sus
hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos,
pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por
nosotros.
De los Tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan
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