06 abril 2014

Las uvas de la ira (y II)

Francisco Javier Bernad Morales

California era tan solo una ilusión. Sí, sus tierras rendían óptimas cosechas, pero el trabajo no alcanzaba para esa ingente masa de inmigrantes llegados de las llanuras. En consecuencia, los salarios bajaban, pues siempre había una legión de hombres y mujeres desesperados que, con tal de llevar un bocado a sus hijos famélicos, estaban dispuestos a aceptar cualquier oferta, sin importar lo infame o humillante que resultara. No importaba si alguien a quien el hambre aún no había echado a perder la dignidad, la rechazaba; tras él se agolpaban al menos diez dispuestos a arrastrarse con tal de obtener una migaja.

Las carreteras del Estado se veían invadidas por automóviles renqueantes y sobrecargados, en perpetua marcha guiados por el rumor de que en cierto lugar había una oferta de trabajo. En las afueras de las poblaciones, surgían campamentos espontáneos e insalubres en los que las turbas de desposeídos hacían un alto en su deambular enloquecido. Sometidos a las arbitrariedades de la policía y enfrentados a la hostilidad de la población local, su estancia era un continuo sobresalto. Las gentes de bien no podían tolerar que a la vista de sus viviendas surgieran poblados de desharrapados. ¿Cómo consentir esos nidos de delincuencia, esos focos de enfermedades infecciosas? Los okies, término despectivo con que designaban a los inmigrantes, debido a que muchos eran originarios de Oklahoma, constituían una amenaza para la seguridad de las personas honradas y si las autoridades no actuaban con la debida contundencia, se formaban patrullas ciudadanas para darles un merecido escarmiento.

A los grandes propietarios les interesaba mantener esas masas vagabundas, pues gracias a ellas, disponían de una mano de obra extremadamente barata. Pero para el empleado o el obrero sin apenas cualificación, eran una amenaza. ¿Cómo conservar un trabajo que te reporta un dólar diario, si un maldito okie está dispuesto a realizarlo por cincuenta centavos? Por eso, para alejar la plaga, se atacan y queman los campamentos. Y los inmigrantes, sin dinero, a menudo literalmente sin comida, se ven obligados a marchar, ahora conscientes de que jamás hallarán la Tierra Prometida.

Leer a Steinbeck nos traslada a un mundo duro en que únicamente la fortaleza de las familias y solidaridad entre los humildes parecen abrir un leve resquicio a la esperanza. Solo entre ellos afloran rasgos de generosidad. Una breve estancia en un campo del gobierno permite vislumbrar un mundo más justo, poblado por hombres y mujeres realmente libres y responsables. Pero se trata de un pequeño oasis en un inmenso desierto. Aunque allí reine la humanidad, las plazas son limitadas y además es necesario abandonarlo en busca de trabajo. No hay más remedio que volver al inhóspito exterior.

Quizá lo que hace más atractiva la lectura, sea la manera magistral en que el autor engarza las vicisitudes de una familia con los procesos generales de la historia y de la economía. Podemos saber que cientos de miles o millones de personas perdieron sus tierras y sus trabajos, pero si nos quedamos ahí permaneceremos en el campo de las ideas abstractas. En definitiva, no serán para nosotros más que estadísticas. Es preciso que tras las cifras percibamos el sufrimiento de seres humanos concretos e irrepetibles, cada uno con sus problemas, con sus virtudes y defectos; en suma, que veamos en ellos a nuestro prójimo. Eso es lo que consigue Steinbeck al narrar el peregrinaje de la familia Joad: poner rostro a las víctimas.

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