Ved qué alegría, hermanos míos; alegría por vuestra
asistencia, alegría de cantar salmos e himnos, alegría de recordar la pasión y
resurrección de Cristo, alegría de esperar la vida futura. Si el simple
esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será el poseerla? Cuando estos días
escuchamos el aleluya, ¡cómo se transforma el Espíritu! ¿No es como si
gustáramos un algo de aquella ciudad celestial? Si estos días nos producen
tanta alegría, ¿qué sucederá aquel en que se nos diga: Venid, benditos de mi
Padre, recibid el reino; cuando todos los santos se encuentren reunidos, cuando
se encuentren allí quienes no se conocían antes, se reconozcan quienes se
conocían; allí donde la compañía será tal que nunca se perderá un amigo ni se
temerá un enemigo? Hemos, pues proclamado el Aleluya; es cosa buena y gozosa,
llena de alegría, de placer y de suavidad.
Con todo, si estuviéramos diciéndolo siempre, llegaríamos a
cansarnos; pero como va asociado a cierta época del año, ¡con qué placer llega,
con qué ansia de que vuelva se va! ¿Habrá allí acaso idéntico gozo e idéntico
cansancio? No, no lo habrá. Quizá diga alguien: «¿Cómo puede suceder que no
engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?». Si consigo mostrarte algo en
esta vida que nunca llegue a cansar, has de creer que allí todo será así. Se
cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de
esto y de aquello, pero nadie se cansó nunca de la salud. Así, pues, como aquí,
en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del
cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica
manera tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la
eternidad.
Sermón 299 B,2.
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!
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