El
ascenso de los asmoneos fue posible por la progresiva debilidad de los reinos
seléucida y lágida y se vio acompañado por la creciente intervención romana en
la zona. Juan Hircano (134-104 a. C.)[1]
ensanchó sus dominios al conquistar Galilea, Samaria, donde destruyó el
santuario del monte Gerizim, e Idumea, a cuyos habitantes obligó a convertirse
al judaísmo. Sus campañas se inspiraban en la ocupación de Canaán tal como aparece
relatada en el libro de Josué y con ellas aspiraba a recuperar todos los
territorios que habían formado parte del reino de David. Causa, pues, cierta
sorpresa que impusiera a sus hijos los nombres griegos de Aristóbulo, Antígono
y Alejandro, algo que sugiere un avanzado grado de helenización. Con él comenzó
también, según Josefo[2],
la persecución de los fariseos y la alianza de la dinastía con los saduceos. Ambas
sectas diferían en importantes aspectos, pues mientras que los primeros
sostenían que junto a la ley escrita, debía observarse también la oral,
transmitida por la tradición, los segundos únicamente admitían aquella. Otro
punto de discordia era la resurrección, admitida por los fariseos y rechazada
por los saduceos. A los distintos puntos de vista en materia religiosa, se suma
la diferente extracción social de ambos grupo: los fariseos, procedentes de
ambientes populares, y los saduceos, de familias aristocráticas.
Aristóbulo
(104-103 a. C.), hijo de Juan Hircano, fue el primer asmoneo en adoptar el
título de rey. Considerado por Josefo admirador de los griegos[3],
sin embargo, cuando conquistó Iturea
hizo que sus habitantes se convirtieran al judaísmo. Poco después, una
sospecha motivada por una falsa acusación le llevó a asesinar a su hermano Antígono.
Muerto de manera prematura, le sucedió el menor de sus hermanos, Alejandro
Janeo.
Gobernó
este entre el 103 y el 76 a. C. y con él el reino alcanzó su máxima extensión
al incorporar Gaulanítide y otras zonas de Transjordania, así como Gaza y un
amplio sector de costa al sur del monte Carmelo. Estos éxitos quedan empañados
por el conflicto que lo enfrentó con los seguidores de los fariseos. Cuenta
Josefo[4]
que durante una celebración en el templo con motivo de Sucot (fiesta de los Tabernáculos) en que oficiaba como sumo
sacerdote, algunos de los presentes descontentos por la escasa atención que
prestaba a la ceremonia, le arrojaron limones. Alejandro, airado, habría
ordenado a la guardia reprimir a los alborotadores, causando seis mil víctimas.
Obviamente, podemos pensar que la cifra es exagerada como a menudo ocurre con
los autores antiguos, pero no cabe duda de la brutalidad de la acción. Esta
resalta aún más a la luz de los hechos subsiguientes, ya que fue el inicio de
una auténtica guerra civil, en el curso de la cual el monarca se comportó con
una crueldad espeluznante:
En un banquete que dio en presencia de todos,
con sus concubinas, ordenó que unos ochocientos de ellos [prisioneros judíos partidarios
de los fariseos] fueran crucificados y
estando todavía vivos hizo degollar frente a ellos a sus esposas e hijos[5].
En su
lecho de muerte, causada según Josefo por los excesos con la bebida, entregó el
poder a su esposa Salomé Alejandra (76–67 a. C.), en detrimento de sus hijos
Hircano y Aristóbulo. La reina, consciente del apoyo popular a los fariseos, se
aproximó a ellos, que aprovecharon la situación para pedir el castigo de los
autores de las matanzas anteriores. Estos, por su parte, buscaron la protección
de Aristóbulo, descontento al haber sido postergado por su madre. Finalmente, aprovechando que la reina había
caído gravemente enferma, se proclamó rey, pero aquella al sentirse morir designó
como sucesor a su otro hijo, Hircano, quien había sido anteriormente nombrado
sumo sacerdote.
Siguió
una guerra entre ambos hermanos, en el curso de la cual los dos solicitaron el
reconocimiento de Pompeyo, quien acababa de conquistar Siria. Este, en el 63 a.
C., envió a Roma a Aristóbulo II y sus dos hijos, Alejandro y Antígono, y
confirmó a Hircano II como sumo sacerdote, con lo que de hecho el reino se
convirtió en un protectorado romano. Poco después (60 a. C.) Aristóbulo y Alejandro, que habían conseguido escapar, fueron
asesinados por orden de Pompeyo. Por su parte, el poder de Hircano II,
desposeído del título de rey, fue tan solo nominal, pues el mando efectivo
quedó en manos del idumeo Antípatro, jefe del ejército y fiel aliado de Roma.
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