Es
autor de algunos de los más estremecedores testimonios sobre el Holocausto. Hoy
recogemos un texto en que, desde su condición de agnóstico, reflexiona sobre la
fe:
Nosotros, intelectuales escépticos y
humanistas, éramos objeto de desprecio por parte de ambos, cristianos y
marxista. Los primeros nos despreciaban con indulgencia, los segundos con
impaciencia y desabrimiento. Había momentos en el campo, en que me preguntaba si el desprecio no estaba justificado. No es que
en mi caso hubiera deseado o tan solo reputado posible la fe religiosa o política.
No quería saber nada de una gracia de la fe, que para mí no era tal, ni de una
ideología, cuyos errores y sofismas creía haber desvelado. No quería ingresar
en sus grupos de correligionarios, pero habría deseado ser como ellos,
imperturbables, serenos y recios. Lo que a la sazón creí comprender, todavía hoy
me parece una certeza: la persona creyente en un sentido amplio, ya nutra su fe
en fuentes metafísicas o inmanentistas, es capaz de superarse a sí misma. No es
reo de su propia individualidad, sino que participa de un continuo espiritual,
que jamás se interrumpe, ni siquiera en Auschwitz. Es al mismo tiempo más
extraño y más cercano a la realidad que el descreído. Más extraño puesto que su
actitud fundamental de corte finalista lo lleva a hacer caso omiso de los
contenidos de realidad existentes y a fijar su atención sobre un futuro más o
menos próximo; más cercano, sin embargo, porque justo por esa razón no se deja
dominar por las circunstancias envolventes y así puede influir sobre ellas más
eficazmente. Para el hombre desarraigado de la fe, la realidad es, en el peor
de los casos, una fuerza violenta ante la que se doblega, en el mejor de los
casos, un material para el análisis. Para el creyente es arcilla que modela,
misión que profesa.
AMÉRY,
Jean, Más allá de la culpa y la expiación,
Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 70-71
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