El Año de la fe será una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La
fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de
modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos
dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el
primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque
precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe
podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado.
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se
ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida
de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor
el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino
de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en
el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite
la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
De la Carta apostólica Porta fidei. Capítulo XIV
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