En el retrato
que le hiciera Goya en 1798 vemos a un Jovellanos pensativo y fatigado. No lee
el papel que, con gesto desmayado, sostiene en la mano derecha, su cabeza
reposa sobre el brazo izquierdo, y su mirada se dirige hacia el espectador como
si quisiera comunicarle la causa de su cansancio y de su pesadumbre. Algo en el
cuadro, quizá las ropas, quizá los muebles, recuerda el Capricho 43, cuyo dibujo preparatorio es de 1797. En éste el
personaje, incómodamente recostado, parece vencido por el agotamiento, ajeno al
animal de aspecto gatuno que le contempla y a los seres alados con apariencia
de búhos y murciélagos que se aproximan amenazadores. Podemos imaginar que en
el grabado se materializan los motivos de la preocupación que embarga a
Jovellanos y que su mirada no alcanza a transmitir. Puede que los monstruos
sean deseos oscuros e inconfesables mantenidos a raya durante la vigilia, pero
que, tan pronto como se relaja el control de la conciencia, afloran prestos a
derramarse por el mundo como los males encerrados en la caja de Pandora; pero
es también posible que no sean sino el producto de una razón que,
olvidada de
todo límite, se sueña omnipotente. Jovellanos y Goya han sido testigos de los
extravíos de una razón deificada, de los crímenes cometidos por idealistas
embriagados de virtud y dispuestos a sacrificarlo todo por el bien del género
humano. En el año terrible de 1794, Jovellanos había escrito a Alexander
Jardine:
Jamás concurriré a sacrificar la generación presente por mejorar
las futuras [...] Alabo a los que tienen valor para decir la verdad, a los que
se sacrifican por ella; pero no a los que sacrifican otros entes inocentes a
sus opiniones, que por lo común no son más que sus deseos personales, buenos o
malos [1].
Nobles y hermosas palabras que todos deberíamos grabar en nuestro
corazón. Jovellanos supo hacerles honor.
Por amor a la verdad arrostró la indigna y cruel persecución del Príncipe de la
Paz, y rechazó con ejemplar dignidad los requerimientos que, en nombre de José
I, le hicieran viejos amigos, ministros del último monarca ilustrado:
La causa de mi país, como la de otras provincias, puede ser temeraria;
pero es a lo menos honrada, y nunca puede estar bien a un hombre que ha sufrido
tanto por conservar su opinión, arriesgarla tan abiertamente cuando se va
acercando el término de su vida [2].
Después, nuevos sinsabores. Los
patriotas españoles afilaban contra los franceses los cuchillos con que pronto
se degollarían entre sí, y ya nadie podía escuchar, cegado el entendimiento por
llamaradas de odio, los prudentes consejos del valeroso pensador asturiano.
Napoleón, legítimo vástago de la Revolución, conducía hacia la muerte a los
jóvenes franceses por los caminos de Europa y escarnecía la nueva idea de
soberanía nacional, al repartir cetros y coronas entre hermanos y cuñados. La
libertad y la igualdad, fervorosa y esperanzadamente invocadas en 1789, han devenido
en uno de esos gigantescos potlatchs
destructivos a que intermitentemente nos entregamos los europeos. Goya, de
nuevo, nos muestra el horror de la matanza, el abismo de crueldad por el que
los humanos parecemos siempre dispuestos a despeñarnos. Su testimonio es el de
un sufrimiento concreto y a la vez eterno, el que padecen los seres humanos
cuyas vidas, truncadas para siempre, se ofrecen en el altar insaciable de la
felicidad pública. Años antes, Thomas Paine había defendido la Revolución
francesa ante las críticas de Burke:
Las revoluciones que han ocurrido en otros países europeos se han
visto impulsadas por el odio personal. La ira se dirigía contra el hombre, que
se convertía en la
víctima. Pero en el caso de Francia asistimos a una revolución
regenerada en la contemplación racional de los derechos del hombre, y que
distingue desde el comienzo entre las personas y los principios [3].
Es realmente lamentable que los principios y las ideas carezcan de
cuello, debió pensar el débil y bondadoso Luis XVI camino del cadalso, aunque
quizá le confortara el pensamiento de que a sus verdugos no les guiaba ningún
resentimiento personal, y que se limitaban a aplicar de manera rigurosa los
dictados de la razón y a defender los derechos del hombre.
Por aquellas mismas fechas el abate Marchena, arrastrado quizá por
la emoción, quizá llevado por la incontinencia retórica, había proclamado:
el gobierno del Pueblo es la verdadera teocracia, el verdadero
gobierno de Dios [4].
El pueblo ocupa en la mente de estos
revolucionarios empapados en Rousseau el lugar que antaño correspondiera a Dios
en el delirio de los anabaptistas de Münster. Rubín de Celis se refiere al
pueblo en términos que parecen reservados a la divinidad:
Sí, ciudadanos, el pueblo es siempre el dueño, siempre el
poderoso, siempre el justo, siempre infalible cuando decide por sí mismo [...] [5]
En el momento en que con énfasis un
tanto grandilocuente se afirman los derechos de los individuos, surgen el
pueblo y la nación como entes colectivos a los que toda individualidad debe
sacrificarse. Los franceses, recién creados libres e iguales, corren a dar la
vida no ya para liberar de la tiranía al resto de los hombres, sino para mayor
gloria de Napoleón. La energía con que España se opone a la agresión
napoleónica es del mismo tipo que la que sacudió a Francia contra la
intervención extranjera en tiempos de la Convención. Recordemos
una vez más a Jovellanos:
España no lidia por los Borbones ni por Fernando; lidia por sus
propios derechos, derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores y
independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su
Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra por su
libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos [6].
La Revolución ha desencadenado una
fuerza poderosa e incontrolable. Sus pretensiones de universalidad han echado
la simiente del odio entre las naciones europeas. Si en las palabras de
Marchena o de Rubín de Celis aun alienta el espíritu cosmopolita de la
Ilustración, y el pueblo, ese pueblo sacralizado y revestido de atributos
divinos, aun puede representar al conjunto de la Humanidad; pronto pasará a
hablarse de pueblo francés o español o alemán, concebidos cada uno de ellos en
oposición a los demás. Si los revolucionarios de la primera hora hallaron su
inspiración en la Grecia clásica y en la República Romana ,
sus epígonos la buscarán en los tiempos medievales e incluso prerromanos, y
así, mientras que los primeros crearon un pasado universal, los segundos
inventarán uno particular; cada cual a la medida del futuro deseado. El sujeto
de la historia no serán los seres humanos, tampoco la Humanidad, sino las
naciones, las patrias, un nuevo ídolo ávido de sangre.
La visión ha cambiado, se ha hecho
más estrecha, pero la enajenación persiste inalterada: el individuo, tal como
lo expresa Rousseau, queda en todo sometido a la colectividad:
Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre
todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto
sobre todos los suyos [7].
Este poder alcanza a privarle de la vida:
El que quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe
también exponerse por ellos cuando sea necesario. En consecuencia, el ciudadano
no es el juez del peligro a que la ley lo expone, y cuando el soberano le dice:
‘es conveniente para el Estado que tú mueras’, debe morir, ya que bajo esa
condición ha vivido en seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente
un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado [8].
La voluntad general, que encuentra
su forma de expresión en el Estado, es diferente de las voluntades individuales
en tanto que éstas se refieren a intereses particulares y aquélla al interés
común[9]. Como señala María José
Villaverde:
El poder absoluto de la colectividad se ejerce así sin
misericordia contra aquél que disiente, contra todo aquél que no acepte la
voluntad general, que no es la voluntad de todos ni la voluntad de la mayoría,
sino un ente abstracto y metafísico que se sitúa por encima de los individuos
reales y que decide por ellos [10].
Abre así Rousseau, aunque seguramente sin ser consciente de ello,
una perspectiva inquietante. Aunque para él parezca que la única manera de
determinar cuáles sean las necesidades y deseos colectivos consiste en la
deliberación libre de todos los componentes del cuerpo político y en la
sumisión a lo decidido por la mayoría, no quedan claramente establecidos los
derechos de las minorías y sobre todo de los individuos. Es más, cabe pensar
que no todos los seres humanos son igualmente conscientes del interés general,
e incluso que algunos no lo son en absoluto, en tanto que otros, por su
ciencia, intuición o algún tipo de genialidad, están especialmente capacitados
para percibirlo, lo que les convierte en naturales guías de los demás. En nada
de esto pensaba el filósofo ginebrino, pero eso no obsta para que sus ideas
abrieran el camino a los caudillos carismáticos de tan funesto recuerdo. En
ellos se ha encarnado en algún momento la voluntad general, en ellos han tomado
cuerpo las aspiraciones de las masas, ese deseo de todos al que confusamente se
refería Campanella. La frase “L’État
c’est moi”, atribuida a Luis XIV, no alcanza pleno significado más que si
la suponemos en boca de Hitler, Mussolini, Stalin o algún otro de los
dictadores totalitarios de nuestro siglo.
A la postre, el totalitarismo se revela como un efecto secundario de la democracia Así lo percibió Ortega en
el momento en que la barbarie lanzaba su más feroz asalto contra la
civilización europea, cuando la libertad parecía ahogarse en un desprestigio
casi universal, relegada al triste papel de instrumento oxidado e inservible,
años después de que Lenin espetara a Fernando de los Ríos el célebre exabrupto
“libertad ¿para qué?”:
La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de
liberalismo y de entusiasmo por la
ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a
sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y
de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley,
convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una
hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de
materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso
interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la
política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso
era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía
que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los
políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en
cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus
tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la
muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso
hablo de hiperdemocracia [11]
En una intrascendente película de la Disney, un chimpancé es el
infalible indicador de las preferencias del telespectador medio. Hitler,
Stalin, Mussolini, Franco o Pétain, con su mediocridad, su grosería, sus
prejuicios, su estrechez de miras y su crueldad fueron los depositarios de las
inquietudes y deseos de las masas que creyeron dirigir. Durante algún tiempo en
ellos se expresó de la manera más inequívoca la voluntad general.
[1] JOVELLANOS, Gaspar
Melchor. Carta a Alexander Jardine. Epistolario. Barcelona. Labor. 1970.
p. 90.
[2] JOVELLANOS, Gaspar
Melchor. Carta a José Mª. Mazarredo.
Ibidem. p 170.
[3] PAINE, Thomas. Derechos del
Hombre. Madrid. Alianza Editorial. 1984. p. 44. Es preciso hacer notar que Paine se opuso a la ejecución de Luis XVI.
[4] MARCHENA, Abate. Improvisación de un español, admitido por
aclamación y con unanimidad, en el Club de los Amigos de la Constitución de
Bayona. En Pan
y toros y otros papeles sediciosos del siglo XVIII. De. Antonio ELORZA. Madrid. Ayuso. 1971. p. 36.
[5] RUBÍN DE CELIS, M. Discurso sobre los principios de una
constitución libre. Ibidem. p. 54.
[6] JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Carta
a Francisco Cabarrús. Op. cit. p.
175.
[7] ROUSSEAU, J. J. El contrato
social. Libro II, Capítulo IV. Madrid. Edaf. 1981. p. 74.
[8] Ibidem. Libro II.
Capítulo V. p. 79 - 80.
[9] “lo que generaliza la
voluntad no es tanto el número de votos como el interés común que los une”. Ibidem. Libro II. Capítulo IV.
p. 76.
[10] VILLAVERDE, Mª. José. “Cosmopolitismo y patriotismo”. Claves de razón práctica. Nº 90.
Marzo de 1999. p. 74.
[11] ORTEGA Y GASSET, José. La rebelión de las masas. Madrid. Espasa
Calpe. 1995. p. 79.
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