Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a ella
(cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la
verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la
amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el
mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en
práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados
como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar
concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga5,22). La fe nos lleva a
reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad
hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
Mensaje del Santo Padre Benedicto
XVI para la Cuaresma 2013
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