El
Santo Padre nos ha sorprendido con una decisión totalmente desacostumbrada. Son
muy pocos los papas que han renunciado a su puesto. El último, Gregorio XII, lo
hizo en 1415, en un intento de poner fin al Cisma de Occidente, un conflicto
que había desgarrado a la cristiandad católica. Se trataba en aquellos
momentos de devolver la unidad a una
iglesia dividida por tres obediencias distintas. Entonces, el concilio de
Constanza, el mismo que condenó como hereje a Jan Hus, acordó pedir la renuncia
a Juan XXIII, Benedicto XIII (ambos considerados antipapas) y Gregorio XII, el
único elegido canónicamente y, por tanto, verdadero papa. Tan solo este aceptó.
Nada tienen que ver con aquello las circunstancias actuales.
Ahora nos encontramos ante un abandono motivado por la debilidad física, que no
intelectual, de un hombre de edad avanzada que, tras profunda reflexión, ha
llegado al convencimiento de que por el bien de la Iglesia es preciso ceder el
puesto. No se trata de una decisión repentina, producto de un momento de
desánimo, sino de algo madurado lentamente en el interior de una conciencia
entregada a la oración.
No
faltan, como es habitual cuando se trata de asuntos relacionados con el
Vaticano, quienes hablan de enfrentamientos en la curia, de un papa vencido por
un entorno hostil o incluso de oscuras conspiraciones. No debemos los católicos
dejarnos seducir por lucubraciones de ignorantes. ¿Acaso no tiene Benedicto XVI
una larga experiencia en el Vaticano? ¿No fue el más estrecho colaborador de
Juan Pablo II? ¿No era denostado por todos los sedicentes progresistas como un
riguroso defensor de una ortodoxia pretendidamente rancia? Se ha comparado su
renuncia a la de Celestino V en 1294, pero esta fue la de un ermitaño que, tras
tan solo seis meses de pontificado, se reconoce incapaz para el puesto. Joseph
Ratizinger, en cambio, llegó al pontificado tras largos años como Prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ningún parecido, pues, con un
eremita supuestamente ingenuo.
Lo
llamativo, más allá de lo inesperado del anuncio, es el contraste que su
decisión establece con la figura de su antecesor, quien había elegido dar a un
mundo que, dominado por el hedonismo, pretende ocultar el sufrimiento y la
muerte, el testimonio heroico de su propio padecimiento. Nos hizo así recordar,
a menudo a nuestro pesar, cuál es nuestro destino en este mundo, y de ese modo
nos obligó a mirar cara a cara a los ancianos y enfermos, y reconocer en ellos
a nuestro prójimo. ¿Significa esto que Benedicto XVI critica implícitamente con
su renuncia la opción adoptada por Juan Pablo II? No lo estimo así. Ambas
posturas, más allá de una apariencia superficial, no son contradictorias, sino
complementarias. Karol Wojtyla eligió mostrar públicamente su dolor y su
decadencia, convirtiendo sus últimos años de vida en un llamamiento público a
una conciencias romas embrutecidas por el afán de gozar del instante, que,
incapaces de mirar sin horror el final de vida, prefieren engañarse fingiendo
creer que esta ha de durar siempre. Ratzinger ha preferido, en cambio,
retirarse a un discreto segundo plano, y entregarse de lleno a la oración y al
recogimiento. Su renuncia se convierte en un ejemplo vivo para todos aquellos
que disfrutan de posiciones de poder. Si hubiera continuado en el puesto nos
habría acostumbrado a la imagen del papa como alguien decrépito a quien sería
muy fácil achacarle ignorancia del mundo. Se trata, como antes decía, de dos
testimonios que no se oponen, sino que nos muestran facetas distintas del ser
humano y que constituyen un supremo ejemplo de dignidad. ¿No se precisa acaso
un enorme valor para romper con una tradición firmemente establecida?
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