16 febrero 2013

En la renuncia de Benedicto XVI

Francisco Javier Bernad Morales

El Santo Padre nos ha sorprendido con una decisión totalmente desacostumbrada. Son muy pocos los papas que han renunciado a su puesto. El último, Gregorio XII, lo hizo en 1415, en un intento de poner fin al Cisma de Occidente, un conflicto que había desgarrado a la cristiandad católica. Se trataba en aquellos momentos  de devolver la unidad a una iglesia dividida por tres obediencias distintas. Entonces, el concilio de Constanza, el mismo que condenó como hereje a Jan Hus, acordó pedir la renuncia a Juan XXIII, Benedicto XIII (ambos considerados antipapas) y Gregorio XII, el único elegido canónicamente y, por tanto, verdadero papa. Tan solo este aceptó.  Nada tienen que ver  con aquello las circunstancias actuales. Ahora nos encontramos ante un abandono motivado por la debilidad física, que no intelectual, de un hombre de edad avanzada que, tras profunda reflexión, ha llegado al convencimiento de que por el bien de la Iglesia es preciso ceder el puesto. No se trata de una decisión repentina, producto de un momento de desánimo, sino de algo madurado lentamente en el interior de una conciencia entregada a la oración.
No faltan, como es habitual cuando se trata de asuntos relacionados con el Vaticano, quienes hablan de enfrentamientos en la curia, de un papa vencido por un entorno hostil o incluso de oscuras conspiraciones. No debemos los católicos dejarnos seducir por lucubraciones de ignorantes. ¿Acaso no tiene Benedicto XVI una larga experiencia en el Vaticano? ¿No fue el más estrecho colaborador de Juan Pablo II? ¿No era denostado por todos los sedicentes progresistas como un riguroso defensor de una ortodoxia pretendidamente rancia? Se ha comparado su renuncia a la de Celestino V en 1294, pero esta fue la de un ermitaño que, tras tan solo seis meses de pontificado, se reconoce incapaz para el puesto. Joseph Ratizinger, en cambio, llegó al pontificado tras largos años como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ningún parecido, pues, con un eremita supuestamente ingenuo.
Lo llamativo, más allá de lo inesperado del anuncio, es el contraste que su decisión establece con la figura de su antecesor, quien había elegido dar a un mundo que, dominado por el hedonismo, pretende ocultar el sufrimiento y la muerte, el testimonio heroico de su propio padecimiento. Nos hizo así recordar, a menudo a nuestro pesar, cuál es nuestro destino en este mundo, y de ese modo nos obligó a mirar cara a cara a los ancianos y enfermos, y reconocer en ellos a nuestro prójimo. ¿Significa esto que Benedicto XVI critica implícitamente con su renuncia la opción adoptada por Juan Pablo II? No lo estimo así. Ambas posturas, más allá de una apariencia superficial, no son contradictorias, sino complementarias. Karol Wojtyla eligió mostrar públicamente su dolor y su decadencia, convirtiendo sus últimos años de vida en un llamamiento público a una conciencias romas embrutecidas por el afán de gozar del instante, que, incapaces de mirar sin horror el final de vida, prefieren engañarse fingiendo creer que esta ha de durar siempre. Ratzinger ha preferido, en cambio, retirarse a un discreto segundo plano, y entregarse de lleno a la oración y al recogimiento. Su renuncia se convierte en un ejemplo vivo para todos aquellos que disfrutan de posiciones de poder. Si hubiera continuado en el puesto nos habría acostumbrado a la imagen del papa como alguien decrépito a quien sería muy fácil achacarle ignorancia del mundo. Se trata, como antes decía, de dos testimonios que no se oponen, sino que nos muestran facetas distintas del ser humano y que constituyen un supremo ejemplo de dignidad. ¿No se precisa acaso un enorme valor para romper con una tradición firmemente establecida?

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