Tomás Moro escribió esta carta a su hija Margaret, mientras
permanecía encarcelado a la espera de juicio en la Torre de Londres. Acusado de
alta traición por haberse negado a jurar el Acta de Supremacía, por la que
Enrique VIII se proclamaba jefe de la iglesia de Inglaterra, murió decapitado el
6 de julio de 1535. En 1935 fue canonizado por la Iglesia Católica y en 1980,
incluido en la lista de santos y héroes cristianos por la Iglesia Anglicana.
Aunque estoy bien
convencido, mi querida Margaret, de que la maldad de mi vida pasada es tal que
merecería que Dios me abandonase del todo, ni por un momento dejaré de confiar
en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para
postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que
prestar juramento en contra de mi conciencia; hasta ahora, ha inspirado al
mismo rey la suficiente benignidad para que no pasara de privarme de la
libertad (y, por cierto, que con esto solo su majestad me ha hecho un favor más
grande, por el provecho espiritual que de ello espero sacar para mi alma, que
con todos aquellos honores y bienes de que antes me había colmado). Por esto,
espero confiadamente que la misma gracia divina continuará favoreciéndome, no
permitiendo que el rey vaya más allá, o bien dándome la fuerza necesaria para
sufrir lo que sea con paciencia, con fortaleza y de buen grado.
Esta mi paciencia,
unida a los méritos de la dolorosísima pasión del Señor (infinitamente superior
en todos los aspectos a todo lo que yo pueda sufrir), mitigará la pena que
tenga que sufrir en el purgatorio y, gracias a su divina bondad, me conseguirá
más tarde un aumento premio en el cielo.
No quiero, mi querida
Margaret, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me
sienta. Más aún, si a causa del terror y el espanto viera que estoy ya a punto
de ceder, me acordaré de san Pedro, cuando, por su poca fe, empezaba a hundirse
por un solo golpe viento, y haré lo que él hizo. Gritaré a Cristo: Señor, sálvame. Espero que
entonces él, tendiéndome la mano, me sujetará y no dejará que me hunda.
Y, si permitiera que
mi semejanza con Pedro fuera aún más allá, de tal modo que llegara a la caída
total y a jurar y perjurar (lo que Dios, por su misericordia, aparte lejos de
mí, y haga que una tal caída redunde más bien en perjuicio que en provecho
mío), aun en este caso espero que el Señor me dirija, como a Pedro, una mirada
llena de misericordia y me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa
de la verdad y descargue así mi conciencia, y soporte con fortaleza el castigo
y la vergüenza de mi anterior negación.
Finalmente, mi querida
Margaret, de lo que estoy cierto es de que Dios no me abandonará sin culpa mía.
Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y
confianza. Si a causa de mis pecados permite mi perdición, por lo menos su
justicia será alabada a causa de mi persona. Espero, sin embargo, y lo espero
con toda certeza, que su bondad clementísima guardará fielmente mi alma y hará
que sea su misericordia, más que su justicia, lo que se ponga en mí de relieve.
Ten, pues, buen ánimo,
hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo.
Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo
que nos parezca, es en realidad lo mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario