Joseph Ratzinger
La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es
una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando.
La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo esta proyecto
de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino
que lleva a la felicidad?
Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte
de vivir. Jesús dice al inicio de su vida pública: he venido para evangelizar a
los pobres (cf. Lc 4, 18). Esto significa: yo tengo la respuesta a vuestra
pregunta fundamental; yo os muestro el camino de la vida, el camino que lleva a
la felicidad; más aún, yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la incapacidad
de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta
pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las
sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad de
alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la
avaricia... todos los vicios que arruinan la vida de las personas y el mundo.
Por eso, hace falta una nueva evangelización. Si se desconoce el arte de vivir,
todo lo demás ya no funciona. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; sólo lo
puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona.
I. Estructura y método de la nueva evangelización
1. Estructura
Antes de hablar de los contenidos fundamentales de la nueva
evangelización quisiera explicar su estructura y el método adecuado. La Iglesia
evangeliza siempre y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización. Cada
día celebra el misterio eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la
palabra de vida, la palabra de Dios, y se compromete en favor de la justicia y
la caridad. Y esta evangelización produce fruto: da luz y alegría; da el camino
de la vida a numeroso personas. Muchos otros viven, a menudo sin saberlo, de la
luz y del calor resplandeciente de esta evangelización permanente. Sin embargo,
existe un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores
humanos esenciales, que resulta preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy
no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es
decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿cómo vivir?
Por eso buscamos, además de la evangelización permanente,
nunca interrumpida y que no se debe interrumpir nunca, una nueva
evangelización, capaz de lograr que la escuche ese mundo que no tiene acceso a
la evangelización "clásica". Todos necesitan el Evangelio. El
Evangelio está destinado a todos y no sólo a un grupo determinado, y por eso
debemos buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio a todos.
Sin embargo, aquí se oculta también una tentación: la
tentación de la impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato,
los grandes números. Y este no es el método del reino de Dios. Para el reino de
Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de
Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31-32). El reino
de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. Nueva evangelización no
puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a
las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No; no es esta la promesa
de la nueva evangelización. Nueva evangelización significa no contentarse con
el hecho de que del grano de mostaza haya crecido en el gran árbol de la
Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus ramas pueden
anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad
del granito, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 26-29).
Las grandes cosas comienzan siempre con un granito y los
movimientos de masas son siempre efímeros. En su visión del proceso de la
evolución, Teilhard de Chardin habla del "blanco de los orígenes": el
inicio de las nuevas especies es invisible y está fuera del alcance de la
investigación científica. Las fuentes se hallan ocultas; son demasiado
pequeñas. En otras palabras, las grandes realidades tienen inicios humildes.
Prescindamos ahora de si Teilhard tiene razón, y hasta qué punto, con sus
teorías evolucionistas: la ley de los orígenes invisibles refleja una verdad
presente precisamente en la acción de Dios en la historia. "No por ser
grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí
porque te amo...", dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento
y así expresa la paradoja fundamental de la historia de la salvación:
ciertamente, Dios no cuenta con grandes números; el poder exterior no es el
signo de su presencia.
Gran parte de los parábolas de Jesús indican esta estructura
de la acción divina y responden así a las preocupaciones de los discípulos, los
cuales esperaban del Mesías éxitos y señales muy diferentes: éxitos del tipo
que ofrece Satanás al Señor "Te daré todo esto, todos los reinos del
mundo..." (cf. Mt 4, 9).
Desde luego, san Pablo, al final de su vida, tuvo la
impresión de que había llevado el Evangelio hasta los confines de la tierra,
pero los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo,
insignificantes según los criterios seculares. En realidad fueron la levadura que
penetra en la masa y llevaron en su interior el futuro del mundo (cf. Mt 13,
33).
Un antiguo proverbio reza: "Éxito no es un nombre de
Dios". La nueva evangelización debe actuar como el grano de mostaza y no
ha de pretender que surja inmediatamente el gran árbol. Nosotros vivimos con
una excesiva seguridad por el gran árbol que ya existe o sentimos el afán de
tener un árbol aún más grande, más vital. En cambio, debemos aceptar el
misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y un granito. En la
historia de la salvación siempre es simultáneamente Viernes santo y Domingo de
Pascua.
2. El método
De esta estructura de la nueva evangelización deriva también
el método adecuado. Ciertamente, debemos usar de modo razonable los métodos
modernos para lograr que se nos escuche; o, mejor, para hacer accesible y
comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche a nosotros; no
queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones; lo que
queremos es servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio a
Aquel que es la Vida.
Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la
salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso
en favor del Evangelio: "Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me
recibía; si otro viene en su propio nombre, a ese lo recibiréis" (Jn 5,
43).
Lo que distingue al anticristo es el hecho de que habla en
su propio nombre. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos
introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del amor suyo, cuyas
personas son "relaciones puras", el acto puro de entregarse y de
acogerse. El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su
nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangelizador; más aún,
evangelizar no es tanto una forma de hablar; es más bien una forma de vivir:
vivir escuchando y ser portavoz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino
que hablará lo que oiga" (Jn 16, 13), dice el Señor sobre el Espíritu
Santo.
Esta forma cristológica y pneumatológica de la
evangelización es al mismo tiempo una forma eclesiológica: el Señor, y el
Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de
Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de
la Iglesia. "No hablar en nombre propio" significa hablar en la
misión de la Iglesia.
De esta ley de renuncia al propio yo se siguen consecuencias
muy prácticas. Todos los métodos racionales y moralmente aceptables se deben
estudiar; es un deber usar estas posibilidades de comunicación. Pero las
palabras y todo el arte de la comunicación no pueden llevar a la persona humana
hasta la profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la
biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de
Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una
vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando, dice don
Dídimo, por ejemplo: "Jesús predicaba de día y oraba de noche". Con
esta breve noticia quería decir: Jesús debía hablar de Dios a sus discípulos.
Eso vale siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres.
Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no
están fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar
impregnada una intensa vida de oración.
Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y oraba de
noche, pero eso no es todo. Su vida entera, como demuestra de modo muy hermoso
el evangelio de san Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia
Jerusalén. Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su
sufrimiento y su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo;
la pasión da fuerza a su palabra.
El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola del
grano de mostaza, formuló esta ley de fecundidad en parábola del grano de trigo
que cae tierra y muere (cf. Jn 12, 24). También esta ley es válida hasta el fin
del mundo y, juntamente con el misterio del grano de mostaza, es fundamental
para la nueva evangelización. Toda la historia lo demuestra. Sería fácil
demostrarlo en la historia del cristianismo. Aquí quisiera recordar solamente
el inicio de la evangelización en la vida de san Pablo.
El éxito de su misión no fue fruto de la retórica o de la
prudencia pastoral; su fecundidad dependió de su sufrimiento, de su unión a la
pasión de Cristo (cf. 1 Cor 2, 1-5; 2 Cor, 5, 7; 11; 10 s; 11, 30; Gal 4,
12-14). "No se dará otro signo que el signo del profeta Jonás" (Lc 1
29), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado, son los testigos
que completan "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24). En
todas las épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de
Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.
... exige violencia
San Agustín dice lo mismo de modo muy hermoso, interpretando
el texto de san Juan donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato
de apacentar, es decir, la institución de su primado, están íntimamente
relacionados (cf. Jn 21, 16). San Agustín lo comenta así: "Apacienta mis
ovejas, es decir, sufre por mis ovejas" (Sermón 32: PL 2, 640). Una madre
no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento,
y llegar a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del
Señor: "El reino de Dios exige violencia" (M 11, l2; Lc 10, 16), pero
la violencia de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros
sin dar nuestra vida. El proceso de renuncia al propio yo, al que me he
referido antes, es la forma concreta (expresada de muchas formas diversas) de
dar la propia vida. Ya lo dijo el Salvador: "Quien pierda su vida por mi y
por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
II. Los contenidos esenciales de la nueva evangelización
1. Conversión
En relación a los contenidos de la nueva evangelización,
antes que nada se debe tener presente que no se puede escindir el Antiguo del
Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido
en el mensaje de Juan Bautista: ¡Convertios! No hay acceso a Jesús sin el
Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta a la llamada
del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la
síntesis de su propio predicar: "convertíos y creed en la Buena
Nueva" (Mc 1, 15).
La palabra griega usada para "convertirse"
significa: volver a pensar, poner en discusión el propio y el común modo de
vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más
simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo
tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados
en acciones dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo;
comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el
bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría,
de los hombres, sino en el juicio de Dios, con otras palabras: buscar un nuevo
estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no implica un moralismo, la reducción del
cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo:
el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto,
con Dios. Quien se convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral
suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad.
"Conversión" (Metanoia) significa justamente lo contrario: salir de
la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de
los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es
autojustificación (yo no soy peor de los demás); la conversión es la humildad
de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi
propia vida.
Aquí debemos tener presente el aspecto social de la
conversión. En efecto, la conversión es, ante todo, un acto muy personal y es
personalización. Yo me separo de la fórmula "vivir como todos" (no me
siento más justificado por el hecho que todos hacen cuanto hago yo) y encuentro
delante de Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera
personalización es siempre también una nueva y más profunda socialización. El
yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, de esta manera nace un nuevo
Nosotros. Si el estilo de vida extendido en el mundo implica el peligro de la
des-personalización, del vivir no mi propia vida, sino la vida de todos los
demás, en la conversión debe realizarse un nuevo Nosotros del camino común con
Dios. Anunciando la conversión también debemos ofrecer una comunidad de vida,
un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con las
palabras; el Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión
puramente individual no tiene consistencia...
2. El Reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito, como una
condición fundamentalmente propia, el anuncio del Dios viviente. El
teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y también debe ser el
corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es:
Reino de Dios. Sin embargo, Reino de Dios no es una cosa, una estructura social
o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir:
Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra
vida, en mi vida. Dios no es una lejana "causa última", Dios no es el
"gran arquitecto" del deísmo que ha construido la máquina del mundo y
ahora estaría fuera, por el contrario Dios es la realidad más presente y
decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En la conferencia de despedida de su cátedra de la
Universidad de Münster, el teólogo J. B. Metz ha pronunciado cosas que no se
esperaban. Metz en el pasado nos había enseñado el antropocentrismo, el
verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la
secularización, el descubrimiento del estado secular del mundo. Después nos ha
enseñado la teología política el carácter político de la fe; más tarde la
"memoria peligrosa"; finalmente la teología narrativa. Después de
haber recorrido este camino largo y difícil, nos dice hoy: El verdadero
problema de nuestro tiempo es la "Crisis de Dios", la ausencia de
Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser
realmente teo-logía, un hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón : El
"unum necessarium" para el hombre es Dios. Todo cambia, si hay Dios o
no hay Dios. Desgraciadamente también nosotros los cristianos vivimos a veces
como si Dios no existiese ("si Deus non daretur"). Vivimos según el
cliché: No hay Dios y si lo hay, no interesa. Por este motivo, la
evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios
verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. El Catequismo de la
Iglesia Católica).
También aquí debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios
no puede hacerse conocido sólo con las palabras. No se conoce una persona si se
sabe de esta persona sólo a través de otra. Anunciar a Dios es introducir en la
relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la
experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia.
Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hay
complementariedad entre la oración personal ("en el propio
dormitorio", sólo delante de los ojos de Dios), oración común
"paralitúrgica" ("religiosidad popular") y oración litúrgica.
Sí, la liturgia es, antes que nada, oración; su especificidad consiste en el
hecho que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en
la religiosidad popular), sino Dios mismo, la liturgia es actio divina, Dios
actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar
conjuntamente. El anuncio de Dios es guía para la comunión con Dios en la
comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por esto la liturgia (los
sacramentos) no es un tema junto a la predicación del Dios viviente, sino la
puesta en práctica de nuestra relación con Dios. En este contexto quisiera
hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Muchas veces nuestro
modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se vuelve
enseñanza, cuyo criterio es: hacerse entender, la consecuencia es con
frecuencia hacer banal el misterio, la preponderancia de nuestras palabras, la
repetición de la fraseología que parece más accesible y más agradable a la
gente. Pero esto es un error no solamente teológico, sino también psicológico y
pastoral.
La moda del esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de
distensión y de auto-vaciamiento demuestran que en nuestras liturgias falta
algo. Justamente en nuestro mundo actual tenemos necesidad del silencio, del
misterio por encima del individuo, de la belleza. La liturgia no es la
invención del sacerdote que celebra o de un grupo de especialistas; la liturgia
("el rito") ha crecido en un proceso orgánico durante los siglos,
porta consigo el fruto de la experiencia de la fe de todas las generaciones.
Aunque si los participantes no entienden quizá cada una de las palabras,
perciben el significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende
todas las palabras. No es el celebrante el centro de la acción litúrgica; el
celebrante no está delante del pueblo en su nombre, no habla de sí y para sí,
sino "in persona Cristi". No cuentan la capacidad personal del
celebrante, sino sólo su fe, en la que se hace transparente Cristo. "Es
necesario que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30).
3. Jesucristo
Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y
concretizado en el tema Jesucristo: Sólo en Cristo y a través de Cristo el tema
de Dios se vuelve realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros, la concretización del "Yo soy", la respuesta al
Deísmo. Actualmente es grande la tentación de reducir Jesucristo, el Hijo de
Dios, sólo a un Jesús histórico, a un hombre puro. No se niega necesariamente
la divinidad de Jesús, sino que con ciertos métodos se destila de la Biblia un
Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en el marco de nuestra
historiografía. Pero este "Jesús histórico" no es sino un artefacto,
la imagen de sus autores y no la imagen del Dios viviente (cf. 2 Cor 4, 4s; Col
1, 15). El Cristo de la fe no es un mito: el así llamado "Jesús
histórico" es una figura mitológica, auto inventada por los diferentes
intérpretes. Los doscientos años de historia del "Jesús histórico"
reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este
período.
No puedo, en el marco de esta conferencia, entrar en los
contenidos del anuncio del Salvador. Quisiera brevemente aludir a dos aspectos
importantes. El primero es el seguimeinto de Cristo, Cristo se ofrece como
camino de mi vida. Seguir a Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Una
tentativa similar necesariamente fracasa, sería un anacronismo. El seguimiento
de Cristo tiene una meta mucho más alta: asimilarse a Cristo y, en este modo,
llegar a la unión con Dios. Una palabra como ésta quizás suena extraña a los
oídos del hombre moderno. Pero, en realidad, todos tenemos sed del infinito: de
una libertad infinita, de una felicidad sin límites. Toda la historia de las
revoluciones de los últimos doscientos años se explica sólo así. La droga se
explica así. El hombre no se contenta con soluciones bajo el nivel de la
divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la "serpiente"
(Gén 3, 5), es decir, por la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la
comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental. El seguimiento de
Cristo no es un argumento moral, sino un tema "mistérico", un conjunto
de acción divina y de respuesta nuestra.
De esta manera, encontramos presente en el tema de la
secuela el otro centro de la cristología, del cual quisiera decir algo: el
misterio pascual, la cruz y la resurrección. En las reconstrucciones del
"Jesús histórico" normalmente el tema de la cruz no tiene
significado. En una interpretación "burguesa" se vuelve un incidente,
por sí mismo evitable, sin valor teológico; en una interpretación
revolucionaria se vuelve la muerte heroica de un rebelde. La verdad es
diferente. La cruz pertenece al misterio divino, es expresión de su amor hasta
el fin (Jn 13, 1). El seguimiento de Cristo es participación a su cruz, unirse
a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se vuelve el nacimiento del
hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la
esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).
4. La vida eterna
Un último elemento central de toda evangelización verdadera
es la vida eterna. Actualmente debemos con nueva fuerza anunciar en la vida
diaria nuestra fe. Quisiera mencionar aquí solamente un aspecto muchas veces
descuidado de la predicación de Jesús: El anuncio del Reino de Dios es anuncio
del Dios presente, del Dios que nos conoce y nos escucha; del Dios que entra en
la historia para hacer justicia. Esta predicación es, por lo tanto, anuncio del
juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o no hacer
lo que quiere. Él será juzgado. Él debe dar cuenta de sus actos. Esta certeza
tiene valor para los potentes así como para los simples. Donde ésta sea
respetada, están trazados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace
justicia y sólo Él puede hacerlo a fin de cuentas.
Esto podremos lograrlo mejor, cuanto más estemos en
capacidad de vivir bajo los ojos de Dios y de comunicar al mundo la verdad del
juicio. De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de
las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una
buena nueva. Lo es para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y
buscan la justicia. De esta modo se comprende también la conexión entre el
"Reino de Dios" y los "pobres", los que sufren y todos
aquellos de los cuales hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña.
Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay
justicia. Este es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre
Dios Juez: hay justicia.
Las injusticias del mundo no son la última palabra de la
historia. Hay justicia. Sólo quien no quiere que haya justicia puede oponerse a
esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la seriedad de la responsabilidad
que nos implica, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir,
la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios
mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores, haciendo
así posible la penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza
expresada de manera maravillosa en las palabras de San Juan: delante de Dios,
tranquilizaremos nuestro corazón, cualquier cosa éste nos reproche. "Dios
es más grande que nuestra conciencia, y todo lo conoce" (1 Jn 3, 19s).
La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducir esta
bondad a una cosa melindrosa sin verdad. Sólo creyendo al justo juicio de Dios,
sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6) abrimos nuestro corazón y
nuestra vida a la misericordia divina. Se ve: no es verdad que la fe en la vida
eterna hace insignificante la vida terrestre. Por el contrario. Sólo si la
medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es
grande y su valor inmenso. Dios no es el otro concursante de nuestra vida, sino
quien garantiza nuestra grandeza. De esta manera volvemos a nuestro punto de
partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de muchas
cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy simple. Hablemos de Dios y del
hombre, y así decimos todo.
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