Estos dos santos, que aparecen en nuestra memoria
estrechamente ligados a la figura de San Agustín, constituyen por sí mismos un
testimonio, no solo de la profunda influencia que este ejerció sobre algunos de
los mejores espíritus de su época, sino también del valor de la amistad.
Alipio, de familia acomodada, había nacido,
al igual que Agustín, en Tagaste. Unos años menor, fue discípulo de aquel tras
vencer una inicial oposición paterna, cuyas causas ignoramos, aunque no parece
improbable, dada la vinculación de la familia de Agustín con Romaniano, uno de
los personajes más influyentes de la pequeña ciudad, que estuvieran relacionadas
con rivalidades políticas[1].
Pronto se establecieron entre ambos unos lazos de amistad que persistirían a lo
largo del tiempo. Juntos permanecieron en Cartago, en Italia y de nuevo en África,
y juntos realizaron un mismo viaje espiritual en busca de la Verdad, que los
llevó hasta el maniqueísmo, antes de conducirlos a la fe cristiana. Por
temperamento, ambos debían de ser muy diferentes: Agustín apasionado y Alipio
sereno. Los dos tenían sus flaquezas y cada cual ayudó al otro a superarlas. Si
el primero sentía el aguijón de la sensualidad, el segundo disfrutaba con el
cruel espectáculo de las luchas de gladiadores (Confesiones, VI, 8, 13). Los reproches cruzados entre ambos por tales
causas no los distanciaron, sino que al contrario, estrecharon su amistad, pues
como señala un proverbio citado por Agustín: “corrige al sabio y te amará” (Confesiones, VI, 7. 12).
Posidio, más joven que Alipio y de familia humilde,
se formó con Agustín en el monasterio constituido por este en Hipona. También
en este caso, la relación entre maestro y discípulo no fue más que el primer
eslabón de lo que llegó a convertirse en una larga y entrañable amistad. Posidio
asistió a Agustín durante su última enfermedad y fue testigo de su fallecimiento
(430).
Los tres alcanzaron el episcopado en ciudades
de Numidia: Alipio en Tagaste (394), Agustin en Hipona (395) y Posidio en
Calama (397). Desde estas responsabilidades hubieron de conducir sus iglesias
en momentos especialmente críticos, en que el donatismo, el pelagianismo y el
arrianismo amenazaban su unidad, mientras que el Imperio Romano se fragmentaba
en Occidente y su lugar comenzaba a ser ocupado por los nuevos reinos bárbaros.
Eran tiempos de incertidumbre y angustia en que, mientras se hundía un orden
político secular, distintas doctrinas competían por la conciencia de los
hombres. En tan difíciles circunstancias, los tres obispos actuaron conjuntamente,
mostrando a los fieles el verdadero camino de la fe, confortándolos en las tribulaciones
y constituyéndose, en fin, en una referencia firme dentro de un mundo en que
nada permanecía estable.
El final de Agustín en la Hipona asediada por
los vándalos, nos es conocido gracias a la biografía escrita por Posidio. De
Alipio sabemos que viajó a Belén y fue apreciado por San Jerónimo; también que
más adelante estuvo en Italia, pero ignoramos qué pudo ocurrirle después. En
cuanto a Posidio, sufrió dos intentos de asesinato, uno por parte de donatistas
y otro de paganos; hizo dos viajes a Italia y de vuelta en su diócesis hubo de
huir del avance de los vándalos, refugiándose en Hipona donde acompañó, como ya
se ha dicho, a Agustín en los últimos momentos de su vida. Pudo finalmente retornar
a Calama, pero en 437 se vio obligado a abandonarla definitivamente ante la
persecución del arriano Genserico, rey de los vándalos.
Son tres hombres excepcionales unidos por los
lazos de la amistad. Su ejemplo nos muestra cómo la búsqueda de la Verdad no es
una tarea individual que cada cual pueda afrontar con sus propias fuerzas, sino
un empeño del que jamás saldremos triunfantes sin el auxilio de nuestros
hermanos.
[1]Dice Agustín que Alipio pertenecía a una de las primeras familias de la ciudad (Confesiones, VI, 7, 11). Esta referencia autoriza la hipótesis de que su padre pudiera rivalizar con Romaniano por el control del municipio.
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