San Agustín
El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la
gracia es el mismo Salvador del mundo, el mediador entre Dios y los hombres,
Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de
obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside? Yo ruego
que se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en unidad de
persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre, ¿cómo mereció llegar a
ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué
creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad?
¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo, por lo que aquella
humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?
Manifiéstese, pues, ya a nosotros, en el que es nuestra
Cabeza, la fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros
según la medida de cada uno. Tal es la gracia, por la cual se hace cristiano el
hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por la cual aquel
Hombre, unido al Verbo desde el primer momento de su existencia, fue hecho
Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el
hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien se verificó que la
naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a
nosotros ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de
que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la predestinación de
los santos, que tan soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién
podría negarla de cuantos entienden rectamente las palabras de la verdad? Pues
el mismo Señor de la gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre,
sabemos que fue también predestinado.
Fue, por tanto, predestinado Jesús, para que, al llegar a
ser hijo de David según la carne, fuese también, al mismo tiempo, Hijo de Dios
según el Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María Virgen.
Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por
el Verbo divino, para que Jesucristo fuese llamado a la vez, verdadera y
propiamente, Hijo de Dios e hijo del hombre; hijo del hombre, por la naturaleza
humana asumida, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de
otro modo no se creería en una trinidad, sino en una cuaternidad de personas.
Así fue predestinada aquella humana naturaleza a tan
grandiosa, excelsa y sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse
otra elevación mayor; de la misma manera que la divinidad no pudo descender ni
humillarse más por nosotros, que tomando nuestra naturaleza con todas sus
debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado
ese hombre singular para ser nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre
hemos sido predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las
deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en Adán, y reine
por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo, Señor
nuestro, único Hijo de Dios y Único Señor. Y así, si no es posible encontrar en
nuestra Cabeza mérito alguno que preceda a su singular generación, tampoco en
nosotros, sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a tan
multiplicada regeneración.
Del libro de san Agustín, obispo, Sobre la predestinación de los elegidos.
(Cap. 15, 30-31))
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