27 julio 2014

“Yo soy el camino”

Joseph Ratzinger

Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al Padre.
En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus esfuerzos. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» mística. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta «artificiosidad», se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.
En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya le parezcan negativas de «vacío» místico.
La caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más, debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad divina ha llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha asumido para sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor. Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno, ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni siquiera cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo», o bien la palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios ha gratificado con la mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava» (Lc 1, 48).

Extracto de la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Meditación Cristiana. 15 e octubre de 1989

No hay comentarios:

Publicar un comentario