Joseph Ratzinger
Todo
fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer
oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la
Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel
camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda
del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos
personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al
Padre.
En todo
caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá
vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus esfuerzos.
Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la
oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a
todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» mística. De todas
maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la
oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta «artificiosidad»,
se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces
cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia
del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna
consolación subjetiva.
En esos
momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace
oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si
se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias»,
ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya le parezcan
negativas de «vacío» místico.
La
caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de
la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más, debemos
tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad divina ha
llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha asumido para
sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34). Debemos, pues,
dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor.
Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno, ponernos al mismo nivel del
objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni siquiera cuando, por la
misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros
corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor
divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del
Señor.
Cuanto
más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la
reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra
de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo», o bien la
palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios
ha gratificado con la mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la
pequeñez de su esclava» (Lc 1, 48).
Extracto de la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Meditación Cristiana. 15 e octubre de 1989
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