Francisco Javier Bernad Morales
Cicerón
escribió De officiis generalmente
traducido como Sobre los deberes, a
finales del año 44 a. C., por tanto muy poco antes de su muerte. Se trata de
una reflexión ética formalmente dirigida a su hijo aunque destinada a la
publicación. Antes de entrar en su contenido, tenido en alta estima por
numerosos autores cristianos, entre ellos San Ambrosio, me parece apropiado
realizar un breve recorrido por la vida del autor, pues por más que esta sea
sobradamente conocida por gran parte de los lectores, recordar algunos aspectos
nos ayudará a situar el tratado en su contexto, a la par que nos aproximará al
momento histórico en que Roma comienza a adquirir la configuración política que
la caracterizara en los primeros tiempos del cristianismo.
Nació
Cicerón el 106 a. C. en Arpinum, una localidad del Lacio, situada unos cien
kilómetros al sur de Roma. Su familia pertenecía al orden ecuestre, lo que
significa que, si bien gozaba de una privilegiada situación económica, no
alcanzaba la categoría de la aristocracia senatorial. Por tal motivo, en el
transcurso de su carrera política se le consideró un homo novis, un hombre nuevo, quizá con cierta connotación de
advenedizo. Pronto fue enviado a Roma donde
destacó en los estudios de Derecho y
Filosofía. Realizó su primera
intervención pública en un caso penal, como abogado de Roscio Amerino , un
joven acusado de parricidio por unos parientes que deseaban apoderarse de su
herencia. Era una actuación comprometida, ya que los acusadores contaban con la
complicidad de Crisógono, confidente del dictador Sila. Por esta causa, tras
lograr brillantemente la absolución de su cliente, Cicerón juzgó prudente
alejarse de Roma. Permaneció, pues, dos años en Grecia, primero en Atenas y
luego en Rodas. Durante este tiempo asistió a las clases de los filósofos
Antíoco de Ascalón y Posidonio de Apamea. Ya muerto Sila, regresó a Roma e
inició el cursus honorum como cuestor
en Sicilia (75 a. C.).
Su comportamiento
dejó un buen recuerdo, pues los sicilianos recurrieron a él años después, cuando decidieron entablar una acusación por
corrupción contra el propretor Cayo
Licinio Verres, quien había recaudado impuestos excesivos, roto contratos de
forma injustificada y robado obras de arte, amén de otras arbitrariedades.
Cicerón aportó pruebas y testigos y su argumentación fue tan demoledora que el
abogado de Verres aconsejó a este que aceptara el exilio voluntario (70 a. C.).
En
aquellos tiempos la República romana atravesaba una profunda crisis. De un
lado, las recientes conquistas hacían preciso adaptar a la nueva realidad un
sistema político surgido para el gobierno de una simple ciudad. Por otra, la
afluencia de esclavos y de tributos había enriquecido extraordinariamente a los
grupos sociales superiores, los llamados órdenes senatorial y ecuestre. Sin
embargo, los pequeños campesinos que en su día constituyeron el grueso del
ejército, se empobrecían incapaces de competir con la producción de los
latifundios. Muchos, perdidas sus tierras, afluían a Roma donde esperaban vivir de las donaciones del Estado y de los
poderosos. Constituían una plebe urbana presta al alboroto, que nada tenía que
ver con los antiguos plebeyos, muchos de los cuales habían accedido a la nobilitas. El servicio militar se había
convertido desde los tiempos de Mario en una válvula de escape para estos
sectores proletarizados. El legionario contaba para subsistir con su paga y
ocasionalmente con el producto de saqueos en territorios enemigos, pero además esperaba
que al licenciarse, su general le entregara una parcela de tierra.
La
bandera de la reforma agraria había sido esgrimida por los hermanos Tiberio y
Cayo Sempronio Graco, ambos tribunos de la plebe, asesinados respectivamente en
133 a. C y 121 a. C. Fue el primer acto de las luchas civiles que desgarraron
Roma en los últimos tiempos de la República. La vida política se vio turbada a
partir de entonces por el enfrentamiento, a menudo violento, entre dos grupos,
los optimates, esto es, los sectores
más conservadores del Senado opuestos a toda reforma, y los populares, con un programa
revolucionario de reparto de tierras y aumento de las distribuciones gratuitas
de trigo.
Cicerón,
durante algún tiempo intentó situarse en un terreno intermedio, pero durante su
consulado (63 a. C.) hubo de enfrentarse a una grave crisis. Los elementos más
demagógicos del partido popular, con Lucio Sergio Catilina a la cabeza, quien
había sido derrotado en las elecciones consulares en dos ocasiones
consecutivas, intentaron un golpe de Estado. Conocedor de los preparativos,
Cicerón los denunció en el Senado y obtuvo de este el Senatus Consultum Ultimum, una ley de excepción que le autorizaba
como cónsul a adoptar las medidas que considerara necesarias para la salvación
de la República. Con eso entendió que podía gobernar por encima de las leyes
mientras durara la situación de emergencia, por lo que llegó a ordenar la
ejecución sin juicio de ciudadanos romanos[1].
Algo a lo que se opusieron en vano populares no implicados en la conspiración como
Julio César. Durante toda su vida, Cicerón se mostró orgulloso de una actuación
que, sostenía, había salvado al Estado.
[1] Entre ellos el excónsul Publio
Cornelio Léntulo Sura, padrastro de Marco Antonio, quien había urdido un plan
para asesinar a Cicerón e incendiar Roma. Este fue el inicio del odio de
Antonio, luego atizado por otros motivos, que terminaría por costar la vida a
Cicerón.
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