22 julio 2014

De officiis (I)

Francisco Javier Bernad Morales

Cicerón escribió De officiis generalmente traducido como Sobre los deberes, a finales del año 44 a. C., por tanto muy poco antes de su muerte. Se trata de una reflexión ética formalmente dirigida a su hijo aunque destinada a la publicación. Antes de entrar en su contenido, tenido en alta estima por numerosos autores cristianos, entre ellos San Ambrosio, me parece apropiado realizar un breve recorrido por la vida del autor, pues por más que esta sea sobradamente conocida por gran parte de los lectores, recordar algunos aspectos nos ayudará a situar el tratado en su contexto, a la par que nos aproximará al momento histórico en que Roma comienza a adquirir la configuración política que la caracterizara en los primeros tiempos del cristianismo.

Nació Cicerón el 106 a. C. en Arpinum, una localidad del Lacio, situada unos cien kilómetros al sur de Roma. Su familia pertenecía al orden ecuestre, lo que significa que, si bien gozaba de una privilegiada situación económica, no alcanzaba la categoría de la aristocracia senatorial. Por tal motivo, en el transcurso de su carrera política se le consideró un homo novis, un hombre nuevo, quizá con cierta connotación de advenedizo.  Pronto fue enviado a Roma donde destacó en los estudios de  Derecho y Filosofía.  Realizó su primera intervención pública en un caso penal, como abogado de Roscio Amerino , un joven acusado de parricidio por unos parientes que deseaban apoderarse de su herencia. Era una actuación comprometida, ya que los acusadores contaban con la complicidad de Crisógono, confidente del dictador Sila. Por esta causa, tras lograr brillantemente la absolución de su cliente, Cicerón juzgó prudente alejarse de Roma. Permaneció, pues, dos años en Grecia, primero en Atenas y luego en Rodas. Durante este tiempo asistió a las clases de los filósofos Antíoco de Ascalón y Posidonio de Apamea. Ya muerto Sila, regresó a Roma e inició el cursus honorum como cuestor en Sicilia (75 a. C.).

Su comportamiento dejó un buen recuerdo, pues los sicilianos recurrieron a él años después,  cuando decidieron entablar una acusación por corrupción contra el propretor  Cayo Licinio Verres, quien había recaudado impuestos excesivos, roto contratos de forma injustificada y robado obras de arte, amén de otras arbitrariedades. Cicerón aportó pruebas y testigos y su argumentación fue tan demoledora que el abogado de Verres aconsejó a este que aceptara el exilio voluntario (70 a. C.).

En aquellos tiempos la República romana atravesaba una profunda crisis. De un lado, las recientes conquistas hacían preciso adaptar a la nueva realidad un sistema político surgido para el gobierno de una simple ciudad. Por otra, la afluencia de esclavos y de tributos había enriquecido extraordinariamente a los grupos sociales superiores, los llamados órdenes senatorial y ecuestre. Sin embargo, los pequeños campesinos que en su día constituyeron el grueso del ejército, se empobrecían incapaces de competir con la producción de los latifundios. Muchos, perdidas sus tierras, afluían a Roma donde esperaban  vivir de las donaciones del Estado y de los poderosos. Constituían una plebe urbana presta al alboroto, que nada tenía que ver con los antiguos plebeyos, muchos de los cuales habían accedido a la nobilitas. El servicio militar se había convertido desde los tiempos de Mario en una válvula de escape para estos sectores proletarizados. El legionario contaba para subsistir con su paga y ocasionalmente con el producto de saqueos en territorios enemigos, pero además esperaba que al licenciarse, su general le entregara una parcela de tierra.

La bandera de la reforma agraria había sido esgrimida por los hermanos Tiberio y Cayo Sempronio Graco, ambos tribunos de la plebe, asesinados respectivamente en 133 a. C y 121 a. C. Fue el primer acto de las luchas civiles que desgarraron Roma en los últimos tiempos de la República. La vida política se vio turbada a partir de entonces por el enfrentamiento, a menudo violento, entre dos grupos, los optimates, esto es, los sectores más conservadores del Senado opuestos a toda reforma, y los populares, con un programa revolucionario de reparto de tierras y aumento de las distribuciones gratuitas de trigo.

Cicerón, durante algún tiempo intentó situarse en un terreno intermedio, pero durante su consulado (63 a. C.) hubo de enfrentarse a una grave crisis. Los elementos más demagógicos del partido popular, con Lucio Sergio Catilina a la cabeza, quien había sido derrotado en las elecciones consulares en dos ocasiones consecutivas, intentaron un golpe de Estado. Conocedor de los preparativos, Cicerón los denunció en el Senado y obtuvo de este el Senatus Consultum Ultimum, una ley de excepción que le autorizaba como cónsul a adoptar las medidas que considerara necesarias para la salvación de la República. Con eso entendió que podía gobernar por encima de las leyes mientras durara la situación de emergencia, por lo que llegó a ordenar la ejecución sin juicio de ciudadanos romanos[1]. Algo a lo que se opusieron en vano populares no implicados en la conspiración como Julio César. Durante toda su vida, Cicerón se mostró orgulloso de una actuación que, sostenía, había salvado al Estado.





[1] Entre ellos el excónsul Publio Cornelio Léntulo Sura, padrastro de Marco Antonio, quien había urdido un plan para asesinar a Cicerón e incendiar Roma. Este fue el inicio del odio de Antonio, luego atizado por otros motivos, que terminaría por costar la vida a Cicerón.

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