Francisco Javier Bernad Morales
Con el
título de El Pedagogo conocemos una
de las obras de Clemente de Alejandría que han llegado hasta nosotros. Aunque
las fechas de nacimiento y muerte del autor nos son desconocidas, cabe
conjeturar que su vida transcurrió aproximadamente entre los años 150 y 211 o
216. En cuanto a su lugar de origen, parece haber sido Atenas. Sabemos, y aquí
nos movemos en terreno más seguro, que tras viajar por Grecia, Italia y Tierra
Santa, se estableció en Alejandría, donde fue discípulo de Panteno, a quien
sucedió al frente de la escuela catequética de la ciudad, y que en 202, en el
curso de una persecución local contra los cristianos, se refugió en Capadocia. Si
bien ignoramos todo acerca del momento y de las circunstancias de su
conversión, no cabe duda de que recibió una esmerada educación que le hizo
conocer a Homero, fundamento de la paideia
griega, a los filósofos estoicos y académicos, y también a los grandes trágicos
y cómicos, así como poetas griegos y latinos, a quienes cita profusamente. En
él se verifica con toda claridad la fusión entre dos tradiciones culturales: la
judía y la helénica. Así intercala con toda naturalidad referencias al
Pentateuco y los Profetas, al Evangelio y las Epístolas paulinas, y a Homero,
Platón, Sófocles, Aristófanes o Juvenal, entre muchos otros. Por otra parte,
recurre a menudo a una interpretación alegórica de la Escritura en la que es
fácil percibir la huella de Filón de Alejandría.
El Pedagogo se inscribe en el marco de una trilogía,
cuyo último volumen quizá no llegó a escribirse. En el primero, El Protréptico, se desarrolla un
contenido parenético orientado a la conversión de los paganos; en tanto que el
segundo, del que nos ocupamos, se centra en la educación del ya cristiano; el
tercero, consistiría en una exposición sistemática del contenido de la
Escritura, algo que sería desarrollado por Orígenes, el más aventajado
discípulo de Clemente.
Debemos
recordar que originariamente el pedagogo era en Grecia el esclavo de confianza
que acompañaba al niño a la escuela y le ayudaba y orientaba en sus tareas. Con
el tiempo, su figura creció en importancia hasta llegar a convertirse en consejero
y guía de la formación moral del joven. Es en este sentido en el que Clemente califica
al Logos, es decir a Cristo, como pedagogo:
… actuando sucesivamente en calidad de
terapeuta y de consejero, aconseja al que previamente se ha convertido, y, lo
que es más importante, promete la curación de nuestras pasiones. Démosle, pues,
el único nombre que naturalmente le corresponde: el de Pedagogo (El Pedagogo, I, 4).
En
consecuencia con lo anunciado, la obra constituye una guía de conducta para el
converso forzado a desenvolverse en un ambiente pagano. Como cabía esperar,
dada la formación helenística de Clemente, este no predica una retracción de
los cristianos, un apartarse del mundo, sino que busca la manera en que estos
pueden mantener los lazos con el resto de la sociedad sin comprometer por ello
su fe. Para ello ofrece unas normas de sabiduría práctica inspiradas tanto en
los libros sapienciales de la Biblia como en la obra de los estoicos y los académicos.
Ahora bien,
¿a quiénes se dirige El Pedagogo? No,
desde luego, a los humildes. Carece de sentido decirle a quien poco o nada
tiene que se abstenga de perfumarse en exceso y de portar valiosas joyas y
sedas, o prescribirle la conducta en los banquetes. Clemente habla a hombres y
mujeres de la alta sociedad alejandrina, con quienes parece identificarse:
Debemos hacer uso de las riquezas de una
manera razonable, y hacer partícipes de ellas a los demás con generosidad (Pedagogo, III, 34).
En
definitiva, su obra constituye un testimonio de que a comienzos del siglo III
el cristianismo no era tan solo una religión de menesterosos, sino que había
calado, al menos en Egipto, en sectores cultos y adinerados.
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