Francisco Javier Bernad Morales
Aunque
la conjuración de Catilina había fracasado, la República se precipitaba en una
crisis irreparable, en la que tanto populares como optimates, recurrirían a la fuerza militar para imponerse, violando
repetidamente la legalidad. En el 60 a. C. se formó el primer triunvirato, un
simple acuerdo secreto de alianza entre tres políticos ambiciosos: Cneo
Pompeyo, Licinio Craso y Julio César. El primero, gozaba de una gran fama como
militar, conseguida en África e Hispania, en la campaña contra los piratas que,
con base en Cilicia, amenazaban el comercio en el Mediterráneo y en Asia en la
guerra contra Mitrídates del Ponto, en el curso de la cual, reorganizó los
territorios de Oriente, entre ellos Celesiria, Fenicia y Judea[1];
el segundo, tenido como el hombre más rico de Roma, había sofocado la
sublevación de Espartaco; en tanto que el tercero, hasta el momento el menos
destacado, había obtenido la ayuda de Craso para saldar sus deudas, gracias a
lo cual había podido avanzar en su carrera política y desempeñar el cargo de
propretor en Hispania. Con el apoyo de sus socios, César consiguió ser elegido
cónsul (59 a. C.) y lo que a la postre resultó
mucho más importante, obtuvo un mandato proconsular por cinco años, luego renovado, sobre la
Galia, lo que le permitió hacerse con un ejército adicto y una extensa
clientela, a la par que deslumbraba a Roma con sus conquistas y utilizaba el
botín para comprar voluntades. Por su parte, Pompeyo se reservó el gobierno de
Hispania y Craso el de Siria.
Alejado
de Roma, César encargó la defensa de sus intereses en la ciudad a Publio Clodio Pulcro, un patricio
carente de escrúpulos que, para ser elegido tribuno de la plebe[2],
se había hecho adoptar por un plebeyo. Clodio organizó pronto bandas armadas
que se dedicaron a sembrar el terror entre sus adversarios y aprovechó su
puesto para confiscar las propiedades de Cicerón, con quien mantenía una vieja enemistad,
y derribar su casa. Por su parte, los optimates
respondieron en la misma forma por medio de Tito Anio Milón, quien contó con el
apoyo de Pompeyo, cuyas relaciones con César se habían deteriorado. La muerte
de Craso en combate contra los partos (52 a. c.) puso fin al triunvirato. A
partir de entonces y ante la amenaza de César, los optimates entendieron que no les quedaba otra salida que entregarse
en brazos de Pompeyo, por más que a los estrictos defensores de la legalidad,
entre los que se contaban Catón el Joven y Cicerón, les pareciera una salida
indigna e inconstitucional. Los tiempos, empero, no permitían muchos escrúpulos
y así, después de que Clodio muriera en una reyerta con la banda de Milón,
Cicerón asumió la defensa de este último, aunque no pudo evitar que fuera
condenado al exilio.
Tras
vencer a Pompeyo en Farsalia, César fue nombrado dictador[3]
(48 a. C.), lo que le otorgó de hecho un poder absoluto, aunque formalmente
continuaran existiendo las instituciones republicanas. Es a partir de este
momento cuando forzosamente apartado de la actividad política, Cicerón escribe
la mayor parte de sus obras filosóficas, entre ellas el De officiis. Aunque su oposición a César fue radical, la relación
personal entre ambos no parece haber sido particularmente tirante. De hecho,
sabemos que en una ocasión el dictador cenó en casa de Cicerón y que en la
velada hablaron sosegadamente de literatura eludiendo los asuntos políticos.
Si bien
Cicerón no estuvo implicado en el asesinato de César (44 a. C.), saludó a los
conspiradores como salvadores de la República y pronunció discursos contra
Marco Antonio, quien supo maniobrar hábilmente para evitar que los asesinos se
hicieran con el poder. Esta fue la gota que colmó el vaso de una antigua
enemistad. Cuando poco después Octavio, sobrino de César, se presentó en Roma
para reclamar la herencia de su tío y, tras un enfrentamiento inicial, llegó a
un acuerdo con Antonio, este, entre otras condiciones, impuso la muerte de
Cicerón. La sentencia, absolutamente ilegal, se cumplió el 7 de diciembre del
43 a. C. Poco antes había concluido De
officiis.
[1] En el curso de esta campaña, Pompeyo
ocupó Jerusalén y profanó el Templo.
[2] Los tribunos de la plebe tenían,
entre otras atribuciones, poder para vetar las decisiones de los cónsules y del
Senado. Los patricios no podían acceder al puesto. Incluso tras la instauración
del principado por Augusto, cuando los emperadores asumieron de hecho todo el
poder, ocupando a su antojo las magistraturas más importantes, no se hicieron
nombrar tribunos de la plebe, ya que la familia Julio-Claudia era patricia. En
su lugar recurrieron al artificio de atribuirse la tribunicia potestas, esto es, la potestad de tribuno sin ocupar el
cargo.
[3] Originariamente la dictadura era
una magistratura excepcional a la que se recurría en momentos de extremo
peligro. Por un período máximo de seis meses el dictador asumía en sustitución
de los dos cónsules el mando supremo del ejército y sus decisiones no podían
ser discutidas. En el desempeño de sus funciones estaba auxiliado por un magister equitum (jefe de la
caballería). Si el dictador era plebeyo el magister
equitum debía ser patricio y viceversa. Sin embargo, en la crisis final de
la República, estas limitaciones no fueron respetadas. El tercer nombramiento
de César se hizo para un período de diez años y aunque era patricio, se aceptó
a Marco Antonio, también patricio, como magister
equitum.
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