29 julio 2014

De officiis (II)

Francisco Javier Bernad Morales

Aunque la conjuración de Catilina había fracasado, la República se precipitaba en una crisis irreparable, en la que tanto populares como optimates, recurrirían a la fuerza militar para imponerse, violando repetidamente la legalidad. En el 60 a. C. se formó el primer triunvirato, un simple acuerdo secreto de alianza entre tres políticos ambiciosos: Cneo Pompeyo, Licinio Craso y Julio César. El primero, gozaba de una gran fama como militar, conseguida en África e Hispania, en la campaña contra los piratas que, con base en Cilicia, amenazaban el comercio en el Mediterráneo y en Asia en la guerra contra Mitrídates del Ponto, en el curso de la cual, reorganizó los territorios de Oriente, entre ellos Celesiria, Fenicia y Judea[1]; el segundo, tenido como el hombre más rico de Roma, había sofocado la sublevación de Espartaco; en tanto que el tercero, hasta el momento el menos destacado, había obtenido la ayuda de Craso para saldar sus deudas, gracias a lo cual había podido avanzar en su carrera política y desempeñar el cargo de propretor en Hispania. Con el apoyo de sus socios, César consiguió ser elegido cónsul  (59 a. C.) y lo que a la postre resultó mucho más importante, obtuvo un mandato proconsular por cinco años, luego renovado, sobre la Galia, lo que le permitió hacerse con un ejército adicto y una extensa clientela, a la par que deslumbraba a Roma con sus conquistas y utilizaba el botín para comprar voluntades. Por su parte, Pompeyo se reservó el gobierno de Hispania y Craso el de Siria.

Alejado de Roma, César encargó la defensa de sus intereses en  la ciudad a Publio Clodio Pulcro, un patricio carente de escrúpulos que, para ser elegido tribuno de la plebe[2], se había hecho adoptar por un plebeyo. Clodio organizó pronto bandas armadas que se dedicaron a sembrar el terror entre sus adversarios y aprovechó su puesto para confiscar las propiedades de Cicerón, con quien mantenía una vieja enemistad, y derribar su casa. Por su parte, los optimates respondieron en la misma forma por medio de Tito Anio Milón, quien contó con el apoyo de Pompeyo, cuyas relaciones con César se habían deteriorado. La muerte de Craso en combate contra los partos (52 a. c.) puso fin al triunvirato. A partir de entonces y ante la amenaza de César, los optimates entendieron que no les quedaba otra salida que entregarse en brazos de Pompeyo, por más que a los estrictos defensores de la legalidad, entre los que se contaban Catón el Joven y Cicerón, les pareciera una salida indigna e inconstitucional. Los tiempos, empero, no permitían muchos escrúpulos y así, después de que Clodio muriera en una reyerta con la banda de Milón, Cicerón asumió la defensa de este último, aunque no pudo evitar que fuera condenado al exilio.

Tras vencer a Pompeyo en Farsalia, César fue nombrado dictador[3] (48 a. C.), lo que le otorgó de hecho un poder absoluto, aunque formalmente continuaran existiendo las instituciones republicanas. Es a partir de este momento cuando forzosamente apartado de la actividad política, Cicerón escribe la mayor parte de sus obras filosóficas, entre ellas el De officiis. Aunque su  oposición a César fue radical, la relación personal entre ambos no parece haber sido particularmente tirante. De hecho, sabemos que en una ocasión el dictador cenó en casa de Cicerón y que en la velada hablaron sosegadamente de literatura eludiendo los asuntos políticos.

Si bien Cicerón no estuvo implicado en el asesinato de César (44 a. C.), saludó a los conspiradores como salvadores de la República y pronunció discursos contra Marco Antonio, quien supo maniobrar hábilmente para evitar que los asesinos se hicieran con el poder. Esta fue la gota que colmó el vaso de una antigua enemistad. Cuando poco después Octavio, sobrino de César, se presentó en Roma para reclamar la herencia de su tío y, tras un enfrentamiento inicial, llegó a un acuerdo con Antonio, este, entre otras condiciones, impuso la muerte de Cicerón. La sentencia, absolutamente ilegal, se cumplió el 7 de diciembre del 43 a. C. Poco antes había concluido De officiis.





[1] En el curso de esta campaña, Pompeyo ocupó Jerusalén y profanó el Templo.
[2] Los tribunos de la plebe tenían, entre otras atribuciones, poder para vetar las decisiones de los cónsules y del Senado. Los patricios no podían acceder al puesto. Incluso tras la instauración del principado por Augusto, cuando los emperadores asumieron de hecho todo el poder, ocupando a su antojo las magistraturas más importantes, no se hicieron nombrar tribunos de la plebe, ya que la familia Julio-Claudia era patricia. En su lugar recurrieron al artificio de atribuirse la tribunicia potestas, esto es, la potestad de tribuno sin ocupar el cargo.
[3] Originariamente la dictadura era una magistratura excepcional a la que se recurría en momentos de extremo peligro. Por un período máximo de seis meses el dictador asumía en sustitución de los dos cónsules el mando supremo del ejército y sus decisiones no podían ser discutidas. En el desempeño de sus funciones estaba auxiliado por un magister equitum (jefe de la caballería). Si el dictador era plebeyo el magister equitum debía ser patricio y viceversa. Sin embargo, en la crisis final de la República, estas limitaciones no fueron respetadas. El tercer nombramiento de César se hizo para un período de diez años y aunque era patricio, se aceptó a Marco Antonio, también patricio, como magister equitum.

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