La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y
el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de
todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga
valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las
conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las
verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para
actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones
de intereses personales. Esto significa que la construcción de un orden social
y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es
una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de
un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia.
Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el
deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su
contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean
comprensibles y políticamente realizables.
La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la
empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe
sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha
por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional
y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que
siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad
justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le
interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la
inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.
b) El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la
sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo
el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a
desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que
necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también
situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que
muestre un amor concreto al prójimo.[20] El Estado que quiere proveer a todo,
que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia
burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido
—cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace
falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente
reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las
iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la
espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia
es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por
el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material,
sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria
que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas
harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del
hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8,
3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más
específicamente humano.
Deus caritas est, Cap. II, 28
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