Francisco Javier Bernad Morales
De
manera insólita por tratarse del más alto dignatario de la iglesia española,
durante la noche del 23 de agosto de 1559, oficiales de la Inquisición
arrestaron en Torrelaguna al arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza. Era
este un fraile dominico que ocupaba la sede hacía pocos meses. Anteriormente,
había desempeñado un papel relevante en la primera fase del concilio de Trento
y, como colaborador del cardenal Reginald Pole, en la restauración del
catolicismo en Inglaterra durante el reinado de María Tudor. Pero ni su
posición ni sus brillantes servicios bastaron para ponerla al abrigo de la
persecución. Contaba Carranza con importantes enemigos, entre ellos el también
dominico Melchor Cano, con quien había sostenido una rivalidad que arrancaba ya
de los tiempos de estudiante. Más tarde, ya ambos como profesores en el colegio
de San Gregorio de Valladolid, la enemistad se había enconado. Contaba asimismo
con la animosidad del Inquisidor General, Fernando de Valdés, resentido porque
sus esperanzas de ocupar el arzobispado de Toledo se habían visto defraudadas.
En
estas circunstancias, Carranza había publicado unos Comentarios sobre el catecismo cristiano. Aunque el arzobispo de Granada y los obispos
de Almería y de León, a quienes el autor había pedido opinión sobre el
contenido de la obra, no hallaron en ella censurable; antes al contrario, la
consideraron provechosa, al igual que numerosos dominicos; Melchor Cano la
sometió a un examen riguroso, del que concluyó que era un libro dañoso para los
cristianos, por presentar en lengua vulgar cuestiones dificultosas y porque
contiene disputas con los luteranos y proposiciones heréticas[1].
El primer reproche se dirige, pues, al hecho de haber difundido en castellano
problemas teológicos complejos, que podían inducir a los fieles a plantearse
preguntas a las que de otra manera hubieran permanecido ajenos. Algo similar
ocurre con la referencia a los luteranos: hablar de sus doctrinas, opina Cano,
implica darlas a conocer. Dado que sus libros están prohibidos y no circulan
por el país, mejor sería silenciarlas por completo. Hay, por último, puntos en
que las propias ideas de Carranza, en particular las relativas a la
justificación, se aproximan a las de Lutero.
En el curso
de las investigaciones, se analizarían también las palabras de consuelo
dirigidas por Carranza a Carlos V en su lecho de muerte, en las que también los
inquisidores apreciaron cercanía al luteranismo. El arzobispo fue trasladado a
Valladolid, donde permaneció preso de la Inquisición. Se inició así un
procedimiento enrevesado y largo, en que la estrategia de defensa de Carranza
pasó por recusar al Inquisidor General Valdés, por enemistad manifiesta, lo que
causó aún mayores dilaciones. En tanto, reanudadas en 1562 las sesiones del
Concilio de Trento, este pidió al Papa Pío IV que la causa fuera remitida a
Roma, algo a lo que Felipe II se negó rotundamente. Por su parte, el Concilio
aprobó los Comentarios al catecismo rechazados por la Inquisición española.
En
septiembre de 1563, el fiscal presentó una primera acusación, entre cuyos
cargos figuraban el haber sostenido ideas luteranas sobre la justificación,
haber afirmado que no debía rezarse a la Virgen y a los santos, haber
menospreciado las ceremonias de la Iglesia y haber mantenido trato con herejes.
Ya en 1566, el Papa San Pío V exigió que Carranza fuera enviado a Roma y que se
apartara a Valdés del cargo de Inquisidor General. Como quiera que Felipe II no
se mostrara muy dispuesto a acatar esas disposiciones, amenazó con excomulgarle
y poner sus reinos en entredicho, esto es, prohibir que en ellos se
administrasen los sacramentos y se diese sepultura cristiana. Dada la gravedad
de la sanción, el rey no vio otra salida que ceder. Carranza llegó a Civita
Vecchia el 25 de mayo de 1567.
Aunque
los comentarios de Carranza se vendían libremente en Roma, el proceso siguió su
curso en medio de dilaciones provocadas por los agentes de Felipe II. Aún no
había concluido al fallecimiento del pontífice en mayo de 1572. Finalmente, su
sucesor Gregorio XIII dictó sentencia el 14 de abril de 1576. En ella se
consideraba al arzobispo de Toledo “vehementemente sospechoso de herejía” y se
le condenaba a abjurar de algunas proposiciones y a permanecer cinco años en el
convento dominico de Orvieto con una pensión mensual de 1.000 escudos de oro.
El 2 de mayo fallecía Carranza, a los setenta y dos años de edad, tras haber
pasado diecisiete en prisión. El propio Gregorio XIII redactó el epitafio
puesto sobre su tumba:
Bartolomé Carranza, navarro, dominico,
Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, varón ilustre por su linaje, por
su vida, por su doctrina, por su predicación y por sus limosnas; de ánimo
modesto en los acontecimientos prósperos y ecuánime en los adversos[2]
Parece
oportuno señalar que durante todo ese tiempo no se le había reemplazado en el
arzobispado de Toledo, con lo que las rentas de la diócesis habían engrosado el
erario real.
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