Juan Pablo II
La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a
la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino
de la santidad: « La santidad es un presupuesto fundamental y una condición
insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia ».
La vocación universal a la santidad está estrechamente unida
a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a
la misión. Esta ha sido la ferviente voluntad del Concilio al desear, « con la
claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a
todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura ». La
espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.
El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros
santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor
las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos
y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo « anhelo de santidad »
entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre
aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros.
Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje
misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de
medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó
en breve tiempo a los confines del mundo.Y se trataba de la religión de un
hombre muerto en cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles »
(1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los
primeros cristianos y de las primeras comunidades.
Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las
comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza
de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser
como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa
entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la
santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir
en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis
también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas.
Por su parte, los misioneros reflexionen sobre el deber de
ser santos, que el don de la vocación les pide, renovando constantemente su
espíritu y actualizando también su formación doctrinal y pastoral. El misionero
ha de ser un « contemplativo en acción ». El halla respuesta a los problemas a
la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El
contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas,
en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión
depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo,
no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la
experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: « Lo que
contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ..., os lo anunciamos » (1 Jn 1,
1-3).
El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas. Jesús
instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos
de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y
persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica
precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5,
1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra
concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica
de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En
un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo,
el anunciador de la « Buena Nueva » ha de ser un hombre que ha encontrado en
Cristo la verdadera esperanza.
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