Benedicto XVI
«Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra mucho (…) que este encuentro tenga lugar el
segundo domingo de Cuaresma, que se caracteriza por el Evangelio de la
Transfiguración de Jesús (…). El evangelista Mateo nos ha narrado lo que
aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus
discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del monte ellos
solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual que sus vestidos.
Es lo que llamamos “La Transfiguración”: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál
es su significado?
La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús,
de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento,
es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella
luminosa –que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios– y oyeron una
voz que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadle”
(Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio
pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para
comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.
El relato habla también de Moisés y Elías, que se
aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda
relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte
Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria,
pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino solo de
espaldas (cf Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación
de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con
un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf 1R 19, 11-13).
A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración
no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él
en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues,
quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro
transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la
misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo
también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos. E
igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una misión
por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá
realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en la nube, la
voz de Dios que ordena: “Escuchadle”.
La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de
Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús,
escucharle, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo,
profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos
amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, como
individuos y como comunidad parroquial; encontradle en la Eucaristía, en la
escucha de su Palabra, en la oración, en la caridad (…).
Queridos amigos de san Corbiniano, el Señor Jesús, que llevó
a los Apóstoles al monte a orar y les manifestó su gloria, hoy nos ha invitado
a nosotros a esta nueva iglesia: aquí podemos escucharlo, aquí podemos
reconocer su presencia al partir el Pan eucarístico, y de este modo llegar a
ser Iglesia viva, templo del Espíritu Santo, signo del amor de Dios en el
mundo. Volved a vuestras casas con el corazón lleno de gratitud y de alegría,
porque formáis parte de este gran edificio espiritual que es la Iglesia.
A la Virgen María encomendamos nuestro camino cuaresmal, así
como el de toda la Iglesia. Que la Virgen, que siguió a su Hijo Jesús hasta la
cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, para poder participar
juntamente con ella en la alegría de la Pascua. Amén».
Benedicto XVI, Homilía en la nueva parroquia de San
Corbiniano, en el Infernetto 20-3-2011
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