Francisco Javier Bernad Morales
El 27
de septiembre de 1553 fallecía en Ginebra, condenado a la hoguera el médico
español Miguel Servet. Un fatal encadenamiento de circunstancias, entre las que
no cabe descartar cierta ingenuidad lindante con la más grande de las irresponsabilidades,
le había arrastrado a aquella ciudad en la que Calvino ejercía un magisterio
implacable. Pero antes de centrarnos en el desenlace de esta trágica historia,
retrocedamos en el tiempo para así entender el desastroso final.
No
conocemos con seguridad la fecha de nacimiento de Servet, aunque sí sabemos que
debe situarse entre 1509 y 1511. Algo similar ocurre con su lugar de
nacimiento, pues aunque la opinión generalizada lo sitúa en Villanueva de
Sigena, no falta quien señala como su patria a la villa navarra de Tudela. Sabemos
que por parte de madre la familia era judeoconversa y que Miguel dominó pronto
el latín, el griego y el hebreo. En Toulouse,
donde cursó estudios de Derecho, entró por primera vez en contacto con la
Reforma y después, al servicio de fray Juan de Quintana, viajó por Alemania e
Italia. En 1531, cuando contaba pues alrededor de veinte años, publica su
primera obra notable con un significativo título: De Trinitatis Erroribus. En ella aparece lo sustancial de sus ideas,
pues en lo sucesivo no haría sino completarlas y enriquecerlas con diversas
matizaciones. De una lectura atenta de la Escritura, ha concluido que en ella
no hay nada que justifique la doctrina de la Trinidad. No niega la divinidad de
Cristo, pero sí la preexistencia del Hijo. Aquel habría sido, aunque concebido
milagrosamente, un hombre a quien el Padre, esto es, el Dios creador, habría
hecho participar en su divinidad. Es una fase en que su posición parece guardar
parentesco con el arrianismo. En cuanto al Espíritu Santo, para él se trata de
algo así como una inspiración o actuación de Dios en el mundo, quizá similar a
la Sejiná del judaísmo. En suma, más allá de sutiles distingos teológicos, lo
que Servet afirma es la unidad radical de Dios, frente a la cual la doctrina
cristiana admitida tanto por católicos como por protestantes, se le antoja como
un triteísmo, esto es, una creencia en tres dioses.
Debido
al escándalo producido por esta primera obra a la cual siguen otras dos de
menor entidad, Servet cambia su nombre por el de Miguel de Villanueva. Con esta
nueva identidad se instala en París, donde mantiene un primer contacto con
Calvino. En 1535 publica una edición anotada de la Geografía de Ptolomeo y dos años después inicia en La Sorbona los
estudios de Medicina. Gracias a ellos en 1541 Pierre Palmer, obispo de Vienne,
lo tomará como médico personal. Es entonces cuando se entrega a la redacción de
Christianismi Restitutio, la obra que
finalmente habrá de costarle la vida. En ella profundiza en las concepciones anteriores
sobre la Trinidad y formula una idea panteísta de la divinidad, según la cual
todo lo existente participa de la esencia divina. Toca aquí un punto delicado en
el que más adelante tropezarán también Giordano Bruno y Baruch Spinoza. Tanto
el judaísmo como el cristianismo afirman la trascendencia divina, esto es, la
distinción entre Dios y las criaturas. Sin embargo, ambos sostienen que el
Señor no es el relojero de los deístas, que tras haber creado el mundo se
desentiende de él, sino que actúa en la historia, guiando en alguna manera el
destino de los seres humanos. Digamos que la divinidad, si bien trascendente,
en cierto sentido también es inmanente. Servet acentúa este último aspecto
hasta el punto de olvidar el primero. Incidentalmente en este libro incluye una
descripción de la circulación pulmonar de la sangre.
Servet
envió su trabajo a Calvino a fin de que le diera su opinión, ante lo que aquel
respondió que leyera su obra Institutio
religionis Christianae, que el español le devolvió con unas severas críticas
anotadas en los márgenes. A raíz de este hecho, un ciudadano ginebrino escribió
a Vienne denunciando que Miguel de Villanueva no era otro que el conocido
hereje Miguel Servet. Dadas las circunstancias, parece indudable que el
delator seguía instrucciones de Calvino, quien de esta manera intentaba que la
Inquisición católica terminara con Servet. Este fue efectivamente arrestado y
sometido a proceso, pero las condiciones de su prisión resultaron tan suaves,
debido posiblemente a la intervención del obispo a quien había servido fielmente
como médico, que no le resultó difícil escapar.
Es
entonces cuando de manera que se antoja inconcebible, Servet quien según parece
se dirige a Italia, decide pasar por Ginebra. No solo eso, sino que asiste a un
sermón de Calvino, quien lo reconoce y utiliza su influencia para hacer que sea
arrestado. Sigue un proceso en que el reformador ginebrino no actúa
directamente como acusador, sino que se escuda en sus sirvientes. Tras una
consulta con los dirigentes de la Reforma en otros cantones protestantes,
Miguel Servet es condenado a morir en la hoguera.
Esta
triste historia no puede concluir sin un recuerdo hacia uno de los pocos
reformadores que condenó la ejecución de Miguel Servet. Refiriéndose a ella Sebastíán Catellio (1515-1563), quien no compartía las ideas del español,
escribió: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un
hombre.” Contra libellum Calvini.
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