14 abril 2013

Poncio Pilato (y 2)

Francisco Javier Bernad Morales


Los Evangelios presentan a Pilato de tal manera que a un lector superficial puede antojársele relativamente favorable. En todo caso sería un hombre débil que, tras intentar salvar a quien considera inocente, se ve obligado a ceder a presiones externas. Es una caracterización que no encaja bien con lo que nos transmiten Flavio Josefo y Filón de Alejandría. Como del primero me he ocupado con cierta extensión en el artículo anterior, recordaré ahora que el segundo lo califica de hombre inflexible, arrogante, rencoroso y colérico[1]. De todas maneras, una lectura atenta desdice esa primera imagen que a menudo ha sido cultivada por gentes que desean exculpar de la muerte de Jesús a las autoridades romanas, para hacer caer la responsabilidad sobre el pueblo judío. Quienes así proceden encuentran cierto apoyo en el Evangelio de Juan, donde se designa genéricamente como judíos a los acusadores ante Pilato. Sin embargo, como bien señala Benedicto XVI, debemos entender que con esta expresión el evangelista se refiere a la aristocracia del templo[2], ya que otra cosa sería totalmente absurda cuando Jesús y todos sus discípulos, incluido el mismo Juan, eran judíos. También leemos que Nicodemo, calificado como uno de los principales de los fariseos (Jn 3,1) había intervenido en el Sanedrín en defensa de Jesús (Jn 7,50). Lo dicho basta para señalar la falta de unanimidad entre los dirigentes judíos. Lógicamente, nos preguntaremos quiénes constituían esa aristocracia a la que Juan se refiere de manera tan general. Sabemos que el templo estaba bajo el control de los saduceos, un grupo que, en oposición a los fariseos, negaba la resurrección y rechazaba la tradición para atenerse de manera exclusiva a la ley escrita. Además, pertenecían a las clases acomodadas y mantenían una estrecha relación con las autoridades romanas a las que, si por un lado prestaban apoyo, por otro les hacían sentir que sin su colaboración el país les resultaría ingobernable. Debemos considerar, pues, a los saduceos como los acusadores de Jesús.

Examinemos ahora los comportamientos del sumo sacerdote Caifás y del prefecto Pilato durante el proceso de Jesús. Juan menciona una reunión del Sanedrín en la que Caifás hace prevalecer su opinión de que uno debe morir por el pueblo para evitar que toda la nación perezca (Jn 11,50). Independientemente del contenido profético de sus palabras, recalcado a continuación por el mismo evangelista, es evidente que él no las pronuncia en el sentido en que los cristianos podemos entender un anuncio de la Redención. Simplemente, ha llegado a la conclusión de que Jesús es un dirigente mesiánico que puede poner en peligro un statu quo de por sí sumamente frágil y que, por ello, es conveniente darle muerte a fin de evitar males mayores. Sin duda tiene en mente el futuro de su pueblo, aunque no sea capaz de deslindar esa preocupación del mantenimiento de su situación personal de poder. De alguna manera, su actuación obedece a lo que más tarde se denominará razón de Estado.

Otro es el caso de Pilato. Nada le ata al judaísmo, una religión exótica que no alcanza a comprender y que ni siquiera suscita su interés. Tampoco le importa el turbulento pueblo judío, permanente fuente de problemas para Roma. Por eso, cuando interroga a Jesús, una vez convencido del carácter pacífico de su mensaje, no ve nada que lo haga merecedor de un castigo. Sabe en conciencia que condena a un inocente, y no lo hace, como Caifás, invocando un interés más alto, sino amparándose en un escepticismo que niega la posibilidad de la verdad (Jn 18,38). Se manifiesta en él una concepción relativista de la moral, que le impulsa a diluir la responsabilidad de su decisión haciéndola recaer sobre la multitud. Si no hay verdad, solo la voluntad de la mayoría determina lo que es justo. De hecho, cuando presenta a Jesús junto a Barrabás está claro que ya lo ha condenado, pues de otra manera no solicitaría que se le indultara[3]. Busca simplemente un refrendo para una decisión que sabe injusta.

Detengámonos ahora un momento en Barrabás. A menudo los cristianos tendemos a imaginarlo como un vulgar ladrón y asesino. Sin embargo, Marcos (15,7) y Lucas (23,18) indican que había participado en una rebelión, mientras que Mateo (27,16) dice que su nombre era Jesús  Barrabás. Nos hallamos con toda probabilidad ante un zelote, un resistente violento contra la ocupación romana. Recordemos que Flavio Josefo se refiere a ellos comúnmente como bandidos. Además, Barrabás, en arameo Hijo del Padre, no es su nombre, curiosamente también Jesús, sino un título mesiánico. Pilato presenta, pues, ante la muchedumbre dos conceptos diferentes de mesías. Es obvio que ambos tenían partidarios entre los judíos. Solo cabe concluir que los de Jesús, aquellos que lo habían recibido triunfalmente días atrás durante el Domingo de Ramos, desconcertados y asustados como el mismo Pedro, no estaban presentes ante el pretorio.

Queda por señalar un último rasgo del comportamiento de Pilato. Según Juan, cuanto titubeaba sobre la conducta a seguir, le gritaron: “Si sueltas a ese no eres amigo del emperador” (Jn 19,12). Pese a lo escueto de la referencia, a los oídos del prefecto aquellas palabras hubieron de resonar como una amenaza muy real. En el artículo anterior mencioné que su caída se produjo debido a las quejas presentadas ante Lucio Vitelio, legado de Siria, por una delegación de judíos y de samaritanos; pero ya tiempo atrás, quizá antes del proceso de Jesús, había visto como los dignatarios judíos le amenazaban con enviar una embajada al César para protestar por “su venalidad, sus insolencias, sus pillajes, sus ultrajes, sus atropellos, sus constantes ejecuciones sin juicio previo, su incesante y penosísima crueldad”[4]. Si a esto añadimos que había obtenido el gobierno gracias al apoyo de Sejano, para entonces ejecutado por traición, nos haremos una idea de lo precaria que pudo antojársele su posición. Al escepticismo se une el afán por mantener el poder. No importa que el precio a pagar sea la vida de un inocente.



[1] Filón de Alejandría, Sobre la embajada a Cayo, 301-303.
[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid, Encuentro, 2011, p. 217.
[3] Ibidem, p. 230.
[4] Filón de Alejandría, op cit. 302.

2 comentarios:

  1. A pilato lo veo, lleno de perjuicios y sin ganas de meterse en nada por miedo a su cargo politico. Dandose cuenta que ese hombre es inocente, más considerandole lider de aquellos que le siguen y ademas le ve lleno de fuerza y eso le hace de algun modo retroceder, porque a la vez ve como el populacho se lo quieren cargar y el indiferente Y como bien dice la escritura se lava las manos,pues considera que estar a favor de ese Jesus es meterse en lios y lo que quiere es quitarselo de encima. Cuantas veces nos pasa a nosotros lo mismo no queremos defender, y dar la cara cuando savemos positivamente que estamos o dando la razon a personas que realmente no la tienen por no quedar mal y realmente estamos siendo falsos con los otros y con nosotros mismos.

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  2. Veo que su valoración de Pilato no coincide con la mía, lo cual me parece totalmente comprensible. Pilato no es falso, sino escéptico. En cuanto al populacho a que usted se refiere, creo haber aclarado de manera suficiente en el artículo quienes lo componían.
    Permítame un ruego: si en lo sucesivo desea hacer un nuevo comentario, añada una firma al final del escrito.

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