En
artículos anteriores me he ocupado de la dinastía asmonea y de Herodes el
Grande, así como de sus hijos, a fin de situar el marco histórico de la vida de
Jesús de Nazaret, pero obviamente, el cuadro no quedaría completo sin una una
referencia al prefecto de Judea, Poncio Pilato. En esta primera entrega me
ocuparé fundamentalmente de lo que sabemos sobre él por fuentes no cristianas,
mientras que en la siguiente analizaré las referencias en el Evangelio.
Antes
de entrar en los datos que de su vida han llegado hasta nosotros, me parece
conveniente incluir una breve indicación acerca de la organización territorial
del imperio Romano. Augusto, dueño único del poder tras la victoria sobre
Antonio, había establecido dos tipos de provincias: las senatoriales y las
imperiales. Las primeras, aquellas más romanizadas y pacificadas, como la
Bética, quedaban, al menos nominalmente, bajo la administración del senado y
eran gobernadas por procónsules o propretores, con lo que en sus aspectos
formales se respetaba la tradición republicana. Las restantes, en las que el
dominio romano era más reciente o inseguro, pasaban al control directo del
emperador. Eran territorios en que, al contrario que en los anteriores, se
hacía preciso mantener una fuerte presencia militar. Se dividían a su vez en
dos categorías: en la primera se situaban las provincias más extensas o de
mayor riqueza, a cuyo frente el emperador nombraba a legados del orden
senatorial; en tanto que las de la segunda quedaban en manos de prefectos del
orden ecuestre e incluso, a partir de Claudio, de libertos.
Para
comprender cabalmente lo anterior, parece precisa una breve aclaración sobre
los grupos sociales en la antigua Roma. Dejando al margen a los esclavos, en el
siglo I, cabe distinguir por un lado la plebe y por otro los órdenes.
Comencemos por estos, pues el primer grupo se define por exclusión, es decir,
pertenecen a él quienes si n ser esclavos no figuran en ninguno de los órdenes.
En principio, integraban el orden senatorial los ciudadanos más acaudalados,
aunque en realidad, tan importante como la riqueza era su origen, pues esta
debía provenir en su mayor parte de las rentas agrarias. Eran, pues, los
grandes terratenientes quienes constituían la clase superior del imperio. Pero
la adscripción al orden senatorial no era automática. Era preciso que el
censor, magistratura que desde Augusto correspondía al emperador, quien podía
delegarla, los incluyera como tales. El segundo lugar en la jerarquía social lo
ocupaban los caballeros, esto es, el orden ecuestre. Su fortuna, supuestamente
inferior a la de los senadores, procedía fundamentalmente de actividades
comerciales o del arrendamiento de impuestos. También en este caso, el censor
debía incluirlos en la lista del orden. Son estos grupos, senadores y
caballeros, quienes copan los altos cargos de la administración imperial. A
ellos se añade con Claudio (41-54) un grupo escogido de libertos, antiguos
esclavos del emperador a los que este ha manumitido y en quienes deposita su
confianza para los puestos de gobierno.
Judea,
administrada directamente por Roma desde la destitución de Arquelao (6 d. C.),
era una provincia pequeña, pero, como se ha mostrado en artículos anteriores,
extremadamente problemática, en la que se sucedían los levantamientos y
sediciones. Su gobierno correspondía a prefectos del orden ecuestre
estrechamente supervisados por el legado de Siria. Poncio Pilato fue el quinto
de estos y ocupó el cargo durante diez años, entre el 26 y el 36. Al parecer
debía el puesto a una estrecha relación con Sejano, prefecto del pretorio bajo
Tiberio, a quien este hizo ejecutar al
sospechar que conspiraba contra él (31 d. C.). Su gobierno estuvo marcado por
distintos incidentes con la población judía, de los que nos dan noticia Flavio
Josefo y Filón de Alejandría. Al comienzo de su mandato habría intentado
introducir en Jerusalén efigies del emperador, lo que habría motivado una dura
oposición ante la que finalmente se vio obligado a ceder transfiriéndolas a
Cesarea[1].
Los problemas se reprodujeron más adelante, cuando intentó apropiarse del
tesoro del templo para construir un acueducto que llevara agua a Jerusalén, lo
que desembocó en un motín que se saldó con la muerte de numerosos judíos. Dado
que años después Herodes Agripa pavimentó las calles de Jerusalén con cargo al
templo sin que ello ocasionara problemas, parece que la protesta se debió más a
las formas prepotentes con que actuó el prefecto, que al hecho en sí[2].
A ello, habría que sumar la matanza de galileos mencionada en el Evangelio de
Lucas (13, 1). Pero lo que ocasionó su caída fue un incidente ocurrido en
Samaria, donde un profeta hizo que le siguiera una gran multitud con la
esperanza de encontrar en el monte Gerizim los vasos sagrados supuestamente
ocultados por Moisés. Alarmado por lo que sin duda consideró un movimiento
sedicioso, Pilato hizo intervenir a las tropas, que causaron un número
indeterminado de muertes y arrestaron a los cabecillas, que fueron ejecutados[3].
Los notables de Samaria consideraron que la represión había sido excesiva, por
lo que enviaron una delegación a Lucio Vitelio, legado de Siria, para
presentarle sus quejas. Este reaccionó ordenando a Pilato que marchara a Roma
para dar explicaciones al emperador, pero cuando aquel llegó allí Tiberio ya
había muerto. Nada sabemos sobre su suerte ulterior, acerca de la cual han
circulado numerosas leyendas.
[1] JOSEFO, Flavio, Antigüedades de los judíos, XVIII, III,
1.
[2] TASSIN, Claude, De los hijos de Herodes a la Segunda Guerra
Judía, Estella, Verbo Divino, 2009, p. 16.
[3] JOSEFO, Flavio, op. cit. XVIII, IV, 1. Se trata de un
movimiento mesiánico, pues quien encontrara los vasos sería el jefe de la
restauración final e inauguraría los tiempos escatológicos.
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